La zona secreta
Frente a tanto estruendo en España, la sutileza de Portugal
El lunes murió la escritora portuguesa Agustina Bessa-Luís. Hace años le pidieron en un periódico que explicara por qué escribía y, entre otras cosas, contó que lo hacía “para incomodar al mayor número de personas con la máxima inteligencia”.
El texto en el que está incluida esa afirmación no debe de tener mucho más de dos folios y abre un libro que reúne algunos artículos suyos, y conferencias, y que publicó una pequeña editorial hace unos años. El título, Contemplación cariñosa de la angustia, que procede de una de las piezas seleccionadas, supone ya una declaración de intenciones y resume su tono y sus maneras, su estilo de mirar las cosas. Te pueden pasar cosas terribles y provocarte hondos temores y pesares e inquietudes, y dolor y desolación, pero más vale tomarse las cosas con calma.
“Nunca es oportuno hablar de nosotros mismos. Muchas veces pienso que retrasamos continuamente nuestras cuentas con la propia vida; retrasamos nuestro retrato y sólo raramente damos una pincelada más, en general, para engatusarnos y mentirnos a nosotros mismos un poco más”, escribe en otra de las piezas, Un cisma del corazón. Conferencia de Granada, de 1987. Y añade: “Pienso que recordar es mentir con sentimiento. Excepto actuar, todo es mentir, más o menos ciegamente. Lo que hacemos es construir un claustro en torno a ese jardín abandonado que es la infancia de cada uno. Un claustro por el que andamos cautelosamente y sin bulla, dando una buena impresión de nosotros mismos y de nuestras intenciones”.
Excepto actuar, todo lo que hacemos es mentir. Agustina Bessa-Luís fue directora del Teatro Nacional Doña María II entre 1990 y 1993. Seguramente coincidió allí con Cristina Silva, que empezó a trabajar en esa venerable institución como apuntadora precisamente en 1990, y ahí sigue. Desde el pasado jueves y hasta el domingo estuvo en los Teatros del Canal de Madrid. No se refugió en las sombras, como le correspondería por su oficio, sino que subió a escena. Decir que Sopro, la obra en la que participa y que ha escrito y dirigido Tiago Rodrigues, es seguro uno de los mejores montajes teatrales que han llegado y llegarán esta temporada no es ninguna temeridad. Lo que cuenta es poca cosa, pero lo hace con una maestría que deslumbra. La apuntadora abandona la zona secreta desde donde les va soplando a los actores las frases que olvidan, y da la cara. Y muestra su trabajo, yendo de uno a otro personaje para murmurarle lo que tiene que decir.
Vivimos una vida que alguien nos va soplando, y el apuntador nos salva en el momento en que olvidamos nuestro papel. Quizá, simplemente, no hacemos otra cosa que repetir algo que ya se escribió previamente. De hecho, los personajes de Sopro vuelven una y otra vez sobre fragmentos de Molière, de Chéjov, de Racine. Son esas palabras, viejas palabras, las que nos dicen, nos revelan, nos desnudan. Y eso lo conoce bien la apuntadora, todo lo ha visto desde su apartado mundo. Y lo supo también Agustina Bessa-Luís: “Con todo, la vida no es un castigo ni una justificación: es un acto fugaz de amor y de desamor”.
Cuando hay tanto estruendo en la política española (y en la vida corriente), y tanto empecinamiento en pertrecharse en las más pétreas convicciones, casi resulta obligado mirar a Portugal y saber de esos murmullos de una apuntadora y de esa infinita sutileza que nos anuncia que jamás somos de una única pieza, y que no hacemos sino repetir lo que viene de lejos.
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