Pedagogía verde: aprender y crecer en el amor por la naturaleza
¿Cómo cultivar el cariño a la Tierra en sus vidas (y en las nuestras)?
Sabemos, por numerosos estudios, que nuestros hijos e hijas necesitan vincularse cotidianamente con la Naturaleza para crecer sanos a nivel físico, emocional, social e intelectual. El establecimiento de una relación privilegiada con el Planeta es una garantía de bienestar, a lo largo de toda la vida, y sin duda el mejor regalo que, como padres y madres preocupados por su presente y su futuro, podemos ofrecerles.
Más allá del momento y de las condiciones idóneas de esa interacción con la Naturaleza, se plantea la cuestión del tipo de vínculo del que estamos hablando, y de la mejor manera de cultivarlo con nuestras criaturas.
Destacados biólogos y antropólogos, afirman que, en esencia, el lazo que nos une a los demás seres vivos es de carácter espiritual y afectivo. Así lo entienden, por ejemplo, la mayoría de las culturas tradicionales e indígenas para las que la Naturaleza es un espacio sagrado que debemos cuidar y respetar; un hogar sabio y sensible al que expresan su cariño y agradecimiento, hasta en los más sencillos gestos de la vida cotidiana. Desgraciadamente, en la sociedad materialista y pretendidamente laica en que vivimos, la espiritualidad es una dimensión humana que suele descuidarse, limitarse a fenómenos artísticos y/o sociales, o confundirse con la enseñanza de unos contenidos religiosos. Sin embargo, incluso en el mundo moderno, los estudios muestran que el sentido de pertenencia a la Tierra otorga a las personas estabilidad emocional, inteligencia vital, creatividad y resiliencia, ayudándoles a ser más felices y a superar mejor los acontecimientos traumáticos de la vida.
¿Cómo podríamos recuperar para nuestros hijos e hijas esa espiritualidad natural humana con independencia (y en todo caso complementaria) de cualquier forma de práctica religiosa?
En el pasado, debido a la dificultad del cerebro infantil para procesar conceptos abstractos como dios, alma o muerte, se pensaba que en la infancia no existía una vida espiritual propiamente dicha. Pero a finales de los años ochenta, el psiquiatra infantil Robert Coles y el psicólogo Edward Hoffman, descubrieron que, especialmente entre los 2 y los 7 años de edad, la mayoría de las personas experimentan vivencias espontáneas “oceánicas”, sentimientos de plenitud y unidad con el mundo, de gran belleza e inspiración, generalmente en entornos naturales. Su conclusión es que los seres humanos tenemos una intensa vida interior que aparece, de forma natural, en las primeras etapas del desarrollo.
Precisamente a esta edad, niños y niñas suelen manifestar lo que el psicólogo Jean Piaget denominó “pensamiento mágico”: la dificultad para distinguir claramente entre sujeto y objeto, con la tendencia a atribuir sentimientos, voluntad y deseos, incluso a las cosas inanimadas. Un tipo de representación del mundo muy similar a la que el antropólogo francés Claude Lévi-Strauss identificó en los llamados “pueblos primitivos”.
Esa vida interior que, si se fomenta con la educación y la cultura, disipa nuestra sensación de aislamiento y nos ayuda a percibir las interconexiones, Red de la Vida, de la que todos formamos parte. Así contribuye a desarrollar una disposición innata al respeto, la empatía, la compasión, la humildad y el amor por cuanto nos rodea. El contacto íntimo con otros seres vivos desarrolla nuestra sensibilidad hacia las sutiles e imperceptibles variaciones y equilibrios con que nos deleita la Naturaleza. Despierta nuestra capacidad de asombrarnos, de maravillarnos con la vida, una cualidad humana innata que las criaturas felices despliegan continuamente: fascinadas y conmovidas por los fenómenos más insignificantes (una lombriz reptando, una flor que se abre, un cisne que pasa, la luz del sol dibujándose en el agua…) nos enseñan a percibir la magia, el milagro extraordinario que se despliega ante nuestros ojos, a cada momento.
Entonces ¿cómo cultivar el amor por la Tierra en sus vidas (y en las nuestras)? Es mucho lo que podemos hacer para apoyar el desarrollo espiritual de nuestros hijos e hijas: facilitar un contacto cotidiano, rodeándoles de naturaleza en casa, en la escuela y en la ciudad, saliendo con regularidad al campo y/o a parques y jardines. Disponer de tiempo tranquilo, sin prisas ni presiones, para escuchar y contemplar los sonidos, los colores, las texturas, para saborear el silencio… Crear e incorporar a la vida cotidiana pequeños rituales que celebren los cambios a lo largo del día (mañana, noche…) las estaciones y las transiciones personales (crecimiento de los dientes, pubertad..). Contar historias sobre el planeta que aporten conciencia y gratitud (los cuentos y leyendas de los pueblos indígenas, o los que creamos con los propios niños, pueden ser perfectos). Cuidar de su imaginación y creatividad a través de las artes: pintar, dibujar, cantar, hacer música, escribir… Practicar sencillos y divertidos ejercicios de yoga y meditación… Y dedicar un tiempo, cada día, simplemente a observarles, a compartir sus sueños e ilusiones, a maravillarnos con todo lo que les hace únicos e irrepetibles.
*Heike Freire es pscióloga, pedagoga y formadora.
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