En las tripas del Museo del Prado
Siempre se conoció como “el Prado oculto” al conjunto de obras no expuestas que duermen en los depósitos del edificio Villanueva. Pero hay otro museo escondido. Kilómetros de conductos, pasadizos, cables, pasarelas, escalinatas, calderas…, un paisaje entre la ciencia-ficción y la arqueología desde donde se controlan la seguridad y el mantenimiento del museo.
APOSTARÍAMOS —y GANARÍAMOS— a que ninguno de los casi 8.000 visitantes de cada día en el Museo del Prado lo sospecha, pero bajo sus pies están las calderas de Pedro Botero. Dicho de otro modo: ninguno podría intuir que bajo los lujosos y pulidos mármoles del vestíbulo principal de la puerta de Jerónimos se extiende una inmensa gruta tecnológica plagada de cables, manijas, interruptores, transformadores, ordenadores, plantas frigoríficas, conductos, pasadizos y tuberías gigantes de aspecto inquietante envueltas en papel de aluminio. Por ella pulula una avanzadilla de operarios que pasan su tiempo —algunos desde hace casi 40 años— vigilando que todo funcione o, al menos, que nada importante falle.
Más vale prevenir que lamentar: a eso dedican básicamente sus jornadas laborales los responsables de mantener las constantes vitales del edificio Villanueva, del Cubo (la ampliación obra de Rafael Moneo inaugurada en 2007) y del Casón del Buen Retiro. En total, 5.750 metros cuadrados, es decir, el 11,22% de la superficie de todo el campus del Prado, destinados a instalaciones técnicas y de mantenimiento: el pulmón invisible que permite abrir las puertas del museo 10 horas al día, siete días a la semana y 362 días al año.
La actual sala de máquinas del Prado data de 1978. Desde aquel año, y en sucesivas fases a lo largo de otros siete, se fueron implementando nuevas medidas de control de temperatura y humedad y, por lo tanto, todo el sistema de conductos que conectan las tripas del Prado con cada una de sus salas de arte. Hay un responsable general del departamento de climatización, con 15 empleados a su cargo, y otro del de electricidad, que cuenta con otros 15. El trabajo se divide en turnos de mañana, tarde y noche. Entre los departamentos de instalaciones y obras trabajan en el Prado medio centenar de personas. La labor que realizan cada día los operarios de la sala de máquinas es, ante todo, de mantenimiento preventivo para evitar averías. Sobre un gran muro se despliega el antiguo cuadro sinóptico donde las lucecitas verdes significaban “funcionamiento” y las rojas “alarma”. Hoy es una pieza de museo, nunca mejor dicho. Pura arqueología industrial.
Mientras el territorio artístico del Prado —la pulpa— descansa de ocho de la tarde a diez de la mañana, el tecnológico —la cáscara— palpita sin desmayo. En todo momento puede saltar la alarma. Un cortocircuito, una filtración de agua, un cambio brusco de temperatura o humedad, una caída del suministro eléctrico… Eva Cardedal, responsable del servicio de instalaciones y mantenimiento, explica así la necesidad de esa actividad non stop: “Es crucial que siempre haya gente de guardia, aquí las instalaciones funcionan 24 horas al día, 365 días al año. Hay un centro de transformación con cinco unidades, al que llegan dos líneas de alta tensión. Tenemos cuatro enfriadoras de un millón de frigorías y dos calderas de casi un millón de kilocalorías, por lo que consumimos muchísima electricidad. Toda esa electricidad nos llega en alta, nosotros la transformamos en baja y la utilizamos. Y ahí también existe un riesgo potencial, con lo que las obligaciones de mantenimiento son importantísimas”.
Su compañero y mano derecha, Valentín Parra, subraya la trascendencia y la complicación de mantener en vilo un edificio que no duerme: “Cuando empezamos a no cerrar los lunes [enero de 2012], hubo que poner en marcha un grupo de trabajo y una herramienta informática que desde entonces coordinan todas las áreas, y se establecieron unas reuniones semanales donde se pone en común todo lo que se va a hacer para interferir lo menos posible en las actividades del museo”. Dicho de otra forma: desde que el Prado abre los siete días de la semana, todo lo relativo a la planificación de actuaciones y protocolos es mucho más intensivo… y comprometido. Antes, el museo descansaba los lunes, y se aprovechaba ese día para acometer muchos trabajos de reparación y adaptación. La consecuencia de todo ello es que hoy la mayor parte de esas tareas tienen lugar en horario nocturno: arreglo de tuberías, levantamiento de solados, tratamientos de torres de refrigeración…
Ángel Gonzalo es quien maneja, dentro de la gran sala de máquinas, el gran chivato informático que detecta y comunica al momento cualquier anomalía. Él se sienta cada día a bordo del conjunto de cuatro pantallas donde se puede ver el museo entero, sala por sala. “Aquí hay un esquema de todas las estancias del Prado, con las condiciones ambientales de cada una. En cada sala hay sensores, y cada sensor lleva adjunta una alarma que salta si no se consiguen las condiciones requeridas de humedad y temperatura. Entonces vas directo a la máquina que da servicio a esa estancia y que tiene que aportar esa humedad suplementaria que se necesita. O si el problema es más serio, nos personamos directamente en la sala, claro”. Y añade: “En ningún momento puedes bajar la guardia. Hay que tener en cuenta que aquí tenemos controlados entre 20.000 y 30.000 puntos…, y siempre ocurre algo. Es un no parar”. Y un matiz añadido: cuando se habla de instalaciones de este tipo, es muy diferente hablar de edificios hipertecnificados de nueva construcción que de cascarones de hace dos siglos readaptados a los nuevos tiempos, un cascarón que además está protegido y no se puede tocar porque es un bien de interés cultural.
Para los equipos de seguridad y mantenimiento, la peor de las pesadillas posibles, más allá de un incendio, es una caída en el fluido eléctrico, como ocurrió en 2004 cuando se incendió la subestación de Unión Fenosa en la calle de la Alameda de Madrid que daba servicio al museo. El Prado se quedó a oscuras, con el museo lleno de gente. Hubo que desalojar rápidamente. En aquel entonces, el edificio tenía tan solo una acometida, ahora cuenta con dos. Con relación a aquel incidente, y a raíz de la nueva ampliación de Moneo en 2007, el Prado modificó todo su sistema de iluminación de emergencia, cambiando el tradicional por uno de baterías independientes que garantiza el alumbrado durante un posible desalojo. Hoy en día, aunque fallaran simultáneamente las dos acometidas de electricidad —para lo cual tendría que ocurrir una auténtica catástrofe—, el museo tendría garantizado un alumbrado de emergencia.
Augusto Martínez lleva en la sala de máquinas del Prado desde 1982, y es su máximo responsable. Su geografía cotidiana de trabajo está hecha de escaleras ocultas, pasarelas suspendidas, estrechísimos pasillos, pesados portones metálicos y encamonados de nueva construcción bajo las viejas estructuras del siglo XIX: una especie de 2001: una odisea del espacio dentro de un caserón decimonónico. Él supervisa todas las medidas de seguridad y las decisiones que parten del cuarto de máquinas. Pero su misión prioritaria es el control del grado de temperatura y de humedad medias adecuado para la vida diaria del museo, y exigido por los conservadores del Prado: entre 21 y 23 grados de temperatura constante y entre 45% y 55% de humedad relativa. Todas las salas del Prado cuentan con sondas que miden la temperatura y la humedad y que han venido a sustituir a los viejos termohidrógrafos que aún se utilizan en muchos museos del mundo. En el momento en que hace falta más frío porque lo pide un conservador, se solicita al sistema que administra el módulo correspondiente que aporte más frío. Y lo mismo si hace falta más calor.
“También existen sondas que controlan no ya la temperatura o la humedad, sino la calidad del aire”, matiza el superfontanero del Museo del Prado: “En situaciones extremas, como por ejemplo una exposición multitudinaria como fue la del Bosco, esa calidad se resiente. Entonces el sistema se las ingenia para aportar más aire del exterior del museo, aire limpio, en función de la afluencia de visitantes”. El museo cuenta con sistemas de filtro tanto de polvo como de agentes contaminantes, y de filtros de carbón activo que contrarrestan el efecto de los gases volátiles orgánicos que pueden llegar a dañar las obras de arte. El Prado es, en ese sentido, una pequeña isla en medio de Madrid.
Quedaron lejos aquellos tiempos en los que las salas del Prado se caldeaban… con estufas de carbón: un auténtico atentado contra el mantenimiento de una humedad estable y, por lo tanto, contra la propia integridad de las pinturas debido a la sequedad. “Una verdadera barbaridad”, reconoce hoy Augusto Martínez, “en aquel entonces ni siquiera existían políticas de mantenimiento de humedad y temperatura constante para obras de arte”. Un dato paradójico: ante un hipotético parón en el sistema de mantenimiento de la temperatura constante, las salas del edificio Villanueva podrían preservar esa necesaria temperatura de 21 grados durante 24 horas, mientras que las de la parte nueva, las de la ampliación de Moneo, apenas lograrían retenerla 2 horas. Queda claro: nada como los muros de granito de 70 centímetros de anchura de un edificio de finales del siglo XVIII para garantizar las condiciones atmosféricas deseadas. Frente al peso de la historia, ¿que se quite la alta tecnología?.