¿Alpinismo o turismo?
Del espíritu deportivo, aventurero y de superación de Hillary y Norgay queda poco si miran las imágenes que estos días llegan del Everest


Alas 11.30 del 29 de mayo de 1953, el alpinista neozelandés Edmund Hillary y el sherpa nepalí Tenzing Norgay, alcanzan el punto más alto de la Tierra. Permanecieron 15 minutos en la cima del Everest y por la mente de Hillary pasó como una centella la imagen de los legendarios Mallory e Irvine, que desaparecieron en 1924 en la cresta norte del coloso. Miró a su alrededor con la esperanza de encontrar alguna señal de que los escaladores británicos hubieran alcanzado la cumbre. No encontró nada. Tampoco pudo imaginar la fascinación que la gran montaña desencadenaría a partir de entonces.
De aquel espíritu deportivo, aventurero y de superación queda poco si miran las imágenes que estos días llegan del Everest. El alpinismo ha dejado paso al turismo. Una interminable fila de personas atadas a una cuerda enfilan la cumbre acompañados por un ejército de sherpas que les suministran sin descanso botellas de oxígeno. “El alpinismo, tal y como lo hemos conocido, ha desaparecido del Everest”, se lamenta el veterano expedicionario Sebastián Álvaro. Recuerda que hace tres años tres escaladores fueron apedreados en el campo 2. Pretendían ascender fuera del control y los sherpas y de sus rutas. Estos guías locales y un puñado de compañías se reparten un suculento negocio, que puede oscilar entre los 20 y los 25 millones de euros. Ejercen de turoperadores y ofrecen diferentes paquetes (desde 30.000 euros hasta 100.000). Álvaro percibe que han secuestrado el Everest en beneficio propio.
Este asalto masivo al techo del mundo se ha cobrado en los últimos días una decena de vidas por el atasco generado en las alturas. Los centenares de personas que hollaron la cumbre no querían emprender el descenso sin su selfi. Tal aglomeración de domingueros ha expulsado a los auténticos alpinistas de esta ruta. Ahora se dirigen a la vertiente china, mucho más despejada y también más peligrosa.
La oleada de turistas de escalada deja tras de sí toneladas de residuos —desde desperdicios de comida hasta bombonas de oxígeno— y es un síntoma de la aniquilación de lo que Álvaro llama “la cultura de la montaña”, que requiere un proceso de aprendizaje. Los alpinistas ya no se forjan en los Alpes. Van directamente al Himalaya nepalí. Con un buen fajo de billetes, les basta.
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