Ritos de paso
ICON cumple seis años, se cierra un ciclo y este es un momento tan bueno como cualquier otro para contar la historia de mi amor por Gucci
Cuando Tom Ford dejó la dirección creativa de Gucci en 2004, se fue con una verdad como un templo: “No podría haber hecho ni los tacones más altos ni las faldas más cortas”. Ni los tangas más pequeños, cabe añadir. Lo recuerdo perfectamente porque yo tenía 15 años y él (Tom Ford) ya era un personaje. Decía que no llevaba ropa interior para que el calzoncillo no le hiciera gordo. Afirmaba que nunca contrataba a nadie con quien no querría irse a cenar, y cuando entrevistaba a sus posibles empleados, les preguntaba: “¿Pero tú quieres vivir la vida?”. Ya saben, la vida: los focos, las gafas de sol, el jet privado, vestir de negro. Recuerdo leer que, entre la gente guay de Los Ángeles, ir entero de Gucci se decía “full gucc”.
Además, por supuesto, Ford era rematadamente guapo, al menos para mí, y todo lo que tocaba, da igual si era un cinturón o un picaporte, se ponía al servicio de su pulido, perfecto y totalitario sentido de la belleza. Los modelos lánguidos, las camisas abiertas, las faldas con aberturas, aquellos interiores enmoquetados en gris, como sacados de un sueño húmedo de los años setenta.
Todo era tan sexi que resultaba hasta paródico, pero yo me lo comí con patatas (y tiene narices, porque soy más bien tímido y puedo asegurar que nunca he tenido el físico para un tanga con una doble g en la rabadilla). Recortaba los anuncios, que incluso cuando solo mostraban una bota con fondo blanco tenían un nivel de detalle que resultaba pornográfico. Adelgacé. Busqué con frenesí pantalones de campana. Pasé horas rastreando bolsos viejos de Gucci en los armarios familiares (solo encontré uno falso, me enfadé muchísimo). Fui a la peluquería y me dejé un mullet, esa especie de melenita en la nuca, porque lo había visto en una campaña. Y alcancé el cielo cuando una buena amiga de mi madre se apiadó de mí y me regaló un jersey Gucci de cuello vuelto negro, que por supuesto todavía conservo. El caso es que fue en algún momento entre las frases lapidarias de Tom Ford, los anuncios y el jersey negro, cuando decidí hacerme periodista de moda.
Lo cuento porque este junio marca seis años desde que Lucas Arraut fundó este proyecto, y si valoramos qué cosas importantes han pasado en la moda en ese tiempo, la respuesta vuelve a ser Gucci. Lucas y yo estuvimos en el primer desfile de Alessandro Michele en Milán, en enero de 2015, y compartimos la sensación de haber presenciado un momento histórico. Entonces Michele era un desconocido, la mano derecha de la diseñadora saliente, y creó la colección en cinco días.
Pero ya estaba ahí todo lo que ha hecho que la firma haya pasado de facturar tres mil quinientos millones de euros a ingresar más de seis mil. Y que se haya convertido en parte del panorama cultural incluso de manera más indiscutible que a finales de los noventa. Porque yo era un adolescente obsesionado con la moda, pero mi ahijado, que tiene 18 años, juega al baloncesto, va para ingeniero y nunca adelgazaría para ponerse un pantalón de campana (los odia), sabe qué es Gucci. Y no por culpa del marketing sino porque, por segunda vez, la casa ha confiado su destino a un señor que le ha brindado su universo. En este caso un mundo un poco antiguo, pero nuevo, y autoconsciente, como esas películas que hablan de otras películas. Pero irresistiblemente sincero, igual que cada microtanga de Tom Ford era un acto de fe.
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