Contra los mentirosos
Defender la memoria de Alfredo Pérez Rubalcaba frente a los muñidores de falsedades no solo es un acto de justicia
La historia es un producto humano, un relato cuya relación con los hechos puede ser muy variable. Alfredo Pérez Rubalcaba lo sabía, y sabía que la construcción de ese relato casi nunca es inocente. Por eso, con el final de ETA se empeñó en combatir los intentos de los terroristas y de sus apoyos, que tras haber sufrido una derrota clamorosa pretendían reescribir la historia y pasar a la posteridad como patriotas altruistas y responsables, que en un determinado momento llegaron al convencimiento de que debían cambiar su estrategia y seguir la lucha por otros medios.
No fue así, ETA cayó derrotada por la fuerza de la democracia, por la contundencia del Estado de derecho, por la entereza de quienes se negaron a bajar la cabeza ante la coacción, el chantaje y la violencia. Fue una victoria colectiva de la que nadie puede apropiarse pues a todos pertenece: de los demócratas vascos, que se comportaron como héroes muy a pesar suyo; de las instituciones, de las fuerzas y cuerpos de seguridad, jueces, fiscales, que defendieron la legalidad, en muchos casos a costa de sus vidas; de las autoridades francesas, cuya colaboración fue esencial. Y, también, fue un mérito de los responsables políticos que, como era su obligación, exploraron todos los caminos legales para acabar con una lacra que parecía eterna; también de quienes lo intentaron y no lo consiguieron, por cierto.
Cabría pensar que todo esto es bien sabido, y que es ocioso repetirlo, pero hay que hacerlo. Hay que perseverar en la defensa de un relato veraz por respeto a las víctimas, por la dignidad de nuestra democracia, y porque ningún proyecto de sociedad, de la española y de la vasca, puede basarse sobre falsedades.
Mantener la historia lejos de los manipuladores es un principio de higiene democrática que es necesario hacer respetar. Eso rige, también, para quienes ahora, tras la muerte de Rubalcaba, han salido a intentar ensuciar su memoria; unos para tratar de mantener unos votos que se les escapan a chorros; otros para garantizarse tertulias y conferencias, para ganarse la vida chapoteando en el nicho de mercado de las teorías de la conspiración. Son herederos intelectuales, cuando no los mismos, que construyeron una trama de falsedades en torno a los atentados del 11 de marzo, y que aún hoy mantienen sus infundios. No merece la pena detenerse en todos sus argumentos, por llamarlos de alguna manera. Pero sí en uno, porque guarda una sorprendente simetría con los que se escuchan en el bando de los violentos: en realidad, defienden, ETA no ha sido derrotada. Más aún: sostienen que en el fondo se ha salido con la suya.
La mentira se ha convertido en una de las mayores amenazas contra la libertad, la democracia y la convivencia. De Moscú a New Hampshire, de Barcelona a Londres, los creadores de falsedades han depurado sus métodos y se sirven de la tecnología más moderna.
No incluiría a nuestros mentirosos locales en ese gran movimiento antidemocrático, pues sus intereses son más modestos, pero no por ello debemos minusvalorar los efectos corrosivos que sus palabras pueden tener sobre nuestra sociedad, sobre la confianza de los ciudadanos en las instituciones. Hace unos días nos dejó un gran servidor público, una persona que tuvo un papel destacado en la derrota de los terroristas. Defender la memoria de Alfredo Pérez Rubalcaba frente a los muñidores de falsedades no sólo es un acto de justicia. También es una manera de reivindicar uno de los mayores éxitos de nuestra historia reciente: un logro de todos.
Manuel López Blázquez es historiador y exjefe de Gabinete de Alfredo Pérez Rubalcaba.
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