‘El triunfo de la Muerte’
La mecánica de la destrucción deja el mundo hecho trizas
Flandes se está volcando este año en Pieter Bruegel el Viejo (hacia 1525 o 1530-1569). Se celebran los 450 años de su muerte, y dentro del programa Maestros flamencos 2018-2020 se han organizado un montón de exposiciones y actividades para celebrar la grandeza de ese artista que llenó sus lienzos de personajes e historias y paisajes, y que supo traducir con tanto tino los fantasmas, inquietudes y pesadillas que van entreteniendo a la gente durante su paso por la tierra, y también los placeres y miserias de la vida cotidiana. Los hombres y las mujeres de sus cuadros forman parte de un mundo lejano, y toda esa ristra de personajes imaginarios que pululan por ahí nada tienen que ver con la realidad, pero resultan familiares, próximos. Son de otra época, y hay tipos que visten jubones y señoritas que van con cofia, por no hablar de esos bichos que están a mitad de camino entre un ser humano y un escarabajo, o de esos ojos colosales o de los huevos partidos por la mitad que engendran vidas extrañas, pero tiene una innegable cualidad de cercanía, nos tocan. Salvando todas las distancias, somos como ellos. Le tenemos el mismo miedo a la muerte, por ejemplo, y queremos derrotarla.
En el Palacio de Bellas Artes de Bruselas, el llamado Bozar, se exhibe estos días una amplia selección de grabados de la época en la que vivió Bruegel, que sirven así para explicar el contexto en el que el artista trabajó. Él mismo hizo un montón de ellos (alrededor de sesenta), de los temas más diversos, y en la exposición una película les da vida a las criaturas (algunas de ellas, monstruosas) que concibió para recrear los pecados capitales. Era un tiempo de cambios, todavía se notaba la energía con que la imprenta iba transformando el mundo. Gracias a todo lo que se imprimía caían muchas barreras y prejuicios y los grabados que llegaban desde las capitales a los más remotos rincones de Europa llevaban información de lo más diverso: desde la exaltación del poderío de Carlos V, con todo el imponente boato de la corte, a una escena en un burdel de la España de entonces donde las fulanas parecen bailar una bulería, de la copia exacta de un ornamento arquitectónico a la delirante imagen de un caballo de cuyo cuerpo brotan cabezas de animales distintos, de la escena costumbrista a la exaltación del paisaje, la propaganda religiosa, la difusión de lo más exótico (ahí está el sorprendente rinoceronte de Durero que parece un temible acorazado de hierro). Como ahora con Internet, también la gente de aquella época descubría gracias a los grabados mundos remotos y fascinantes, hipótesis de vida disparatadas, el suntuoso despliegue de un poder absoluto que gobierna al vulgo con firmeza.
El triunfo de la Muerte es una de las dos obras de Pieter Bruegel el Viejo que tiene el Prado. Y ahora que lo recuerdan en Bruselas o en Amberes, y que resuenan todavía los tambores de guerras recientes, observar la avalancha de destrucción y dolor que compone Bruegel es volver a reconocer el brutal poder de ese ejército de calaveras mecánicas que arrasan el mundo dejándolo hecho trizas. A Ferlosio, los cuerpos demacrados de los judíos del campo de concentración de Mauthausen o los presos de Guantánamo atados a sus grilletes lo conducían de inmediato a este cuadro, a esas personas “empujadas hacia el túnel del infierno” por las huestes de la Muerte. No está de más observar, de todas formas, ese rincón del cuadro donde una mujer canta y un hombre toca el laúd. Es ahí donde la destrucción cesa y donde desaparece el desamparo de las criaturas. No, parecen decirle a la Muerte empujados por la música, nunca nos destruirás.
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