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La obsesión con dormir bien sale cara

El sueño se ha convertido en un lucrativo negocio. Se habla ya de 70 trastornos relacionados con el descanso, escribe Darian Leader. Y a más problemas, más remedios, más expertos, más ingresos

Un cliente prueba un colchón en una tienda de Ikea en Poznan, Polonia.
Un cliente prueba un colchón en una tienda de Ikea en Poznan, Polonia. Bartek Sadowski/Bloomberg

Sobresalgo por mi buen dormir”, dice Freud en La interpretación de los sueños. No todo el mundo tiene esa suerte. Al menos una de cada tres personas adultas se queja de falta de sueño y la prescripción de somníferos ha aumentado espectacularmente en las últimas décadas. Las clínicas del sueño, otrora una rareza, son ahora un departamento en la mayoría de los grandes hospitales, y en Estados Unidos podemos encontrarlas incluso en centros comerciales y balnearios. La gente se toma pastillas no solo para dormir, sino también para mantenerse despierta al día siguiente, igual que muchos de nosotros recurrimos al café y a las bebidas energéticas para mantenernos activos de manera artificial durante nuestras horas de vigilia. Si antaño se consideraba un estado natural, hoy el sueño se ha convertido en un producto de consumo, algo que debemos pugnar por adquirir y que nunca estamos totalmente seguros de poseer.

Casi todos los días hay periódicos, sitios web y programas de televisión que destacan alguna noticia sobre el sueño: cuánta cantidad de él necesitamos, qué ocurrirá si no dormimos lo suficiente, cuánto pierde la economía porque sus trabajadores están cansados… Expertos en sueño difunden sus consejos y opiniones como si hubieran dado con una especie de nueva piedra filosofal. Aspectos básicos de la condición humana misma, como la ansiedad, la tristeza y el fracaso, se presentan así como consecuencias directas de una falta de sueño reparador. En vez de ver el insomnio, por ejemplo, como el resultado de un estado depresivo, se invierte la flecha causal: estamos deprimidos porque no hemos dormido.

Cuanto más se nos conmina a que demos importancia al sueño, más nos mantiene despiertos la idea de que debemos dormir

Datos y detalles sobre el sueño que se conocen desde hace más de cien años se comercializan hoy día como si fueran el producto de las más innovadoras investigaciones. La conexión entre el sueño y la memoria ya se había estudiado con detenimiento en el siglo XIX, pero esas teorías de antaño vuelven ahora con fuerza como si alguien acabara de descubrirlas. Sin duda, este nuevo entusiasmo en torno a la ciencia del sueño se irá diluyendo con el tiempo, pero es necesario que nos preguntemos por qué se está produciendo ahora. ¿Acaso estamos tan desesperados por hallar una explicación universal a nuestros males que hemos optado por recurrir a la única parte de la vida humana que sabemos que no puede darnos réplica ni rebatirnos? ¿O es que se está propagando una epidemia nueva de problemas de sueño producto de esta era digital en que vivimos? Incluso a la hora de dormir, se nos continúan acumulando los correos electrónicos, los mensajes de móvil y las publicaciones en redes sociales, como si el mundo exterior demandara de nosotros una atención sin límite. Muchas personas miran sus teléfonos antes de acostarse —e incluso durante el sueño— y vuelven a consultarlos nada más despertarse. La ciencia del sueño nos dice que la luz azul de nuestras pantallas interfiere en el proceso de dormirnos, pero seguramente son las demandas mismas de atención de todos esos mensajes las que tienen un mayor efecto. No nos dan tregua. Continuamente se nos dicen cosas, se nos muestran cosas, se nos preguntan cosas, se nos obliga a hacer cosas… y se nos recuerda las que no hemos oído, visto, respondido o hecho. Es como si nosotros mismos hubiéramos incorporado el “modo sueño” de nuestros teléfonos —que no deja de ser una manera de que sigan “conectados”— y ya no fuéramos capaces de “desconectar” nunca.

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¿Significa esto que hoy es más urgente que nunca hacer precisamente eso, desconectarnos? Pues aquí está lo irónico del caso: por si no sufriéramos bastante por el hecho de no poder detener tan incansable cadena de demandas, el sueño no ha hecho sino añadirse a esa lista. Es como si quien diera a una bombilla la orden de “apagarse” fuera la corriente eléctrica misma que la está recorriendo en ese momento. El flujo constante de mensajes e imperativos que conforman nuestro entorno se ve sobrecargado ahora por el mensaje de apagar el flujo en sí. Si los balnearios y los centros de bienestar eran en tiempos el destino al que las personas privilegiadas debían ir para hallar la paz y el sosiego, hoy es el sueño mismo el que se comercializa como retiro individual de cada uno de nosotros. Las oportunidades económicas que esto abre son sustanciales. Si los balnearios eran para unos pocos acomodados, el sueño es para todos, ricos y pobres. Los anuncios de colchones, una rareza en el pasado, son hoy un elemento habitual en muchas pausas publicitarias y canales web, y, según las estimaciones, la industria de los productos y métodos para ayudar a dormir generará este año nada menos que 76.700 millones de dólares de negocio. Si un estudio temprano realizado en la Universidad de Edimburgo en los años cincuenta llegó a la conclusión de que no había mucha diferencia en cuanto a cantidad de horas dormidas entre usar un tablón de madera y utilizar un sofisticado colchón de muelles para dormir, hoy se nos vende este insustancial rectángulo como si fuera el imprescindible billete de entrada al paraíso del sueño. Desengáñese: ya no son sus preocupaciones las que causan su insomnio, sino el hecho de que usted no esté durmiendo sobre un colchón de primera.

Esta pujanza de la industria de los colchones ha sido posible gracias a la poderosa presión a la que se nos somete para que durmamos del modo correcto. Del mismo modo que los medios nos dicen constantemente qué debemos comer y qué ejercicio debemos hacer, ahora también nos dan instrucciones sobre cómo y cuándo debemos dormir. Y cuanto más se difunden esas normas, mayor es la tendencia a ver como “trastorno” o “enfermedad” cualquier desviación de las mismas. Si, décadas atrás, apenas se conocía un reducido número de posibles trastornos del sueño, hoy son ya más de setenta. Y a más trastornos, más remedios, más expertos, más ingresos. Lo que nos olvidamos por el camino es algo que resulta obvio e invisible a la vez. Y es que por mucho que nos digan cómo debemos dormir, no se nos indica en ningún momento cómo procesar esa recomendación en sí misma. Si leemos un artículo que explica por qué ocho horas de sueño son esenciales para nuestra salud y nos aconseja qué hacer para conseguirlas, ¿no será esa misma presión para dormir correctamente la que, al final, dificultará que durmamos? De hecho, eso es lo que los insomnes llevan muchos años diciéndonos: cuanto más se nos conmina a que demos al sueño la importancia que se merece, más nos mantiene despiertos la idea misma de que debemos dormir. Y, aun así, vivimos en un mundo en el que se nos obliga sin cesar a vivir sano, a administrar nuestros cuerpos, a esforzarnos por dormir un sueño profundo y reparador.

Extracto de ‘¿Por qué no podemos dormir? Nuestra mente durante el sueño y el insomnio’, de Darian Leader, que publicará Sexto Piso el 20 de mayo. Traducción de Albino Santos Mosquera.

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