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EL ACENTO
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El paraíso es un jardín

Oliver Sacks creía en el poder sanador de los jardines en los espacios urbanos

Guillermo Altares
Jardín Rikugien, en Tokio.
Jardín Rikugien, en Tokio.G.A.

De todas las pesadillas que ofrecía la primera versión de Blade Runner, la más angustiosa era ese mundo urbano sometido a una constante lluvia embarrada en el que no existían la naturaleza ni los animales ni, desde luego, árboles y zonas verdes. Los jardines son mucho más que un lugar en el que respirar en medio del asfalto. Recientemente, The New York Times adelantaba un capítulo del último libro que el neurólogo Oliver Sacks dejó escrito antes de fallecer, una recopilación de artículos. Una de las personas más sabias y divertidas de nuestro tiempo consideraba que los jardines tenían un auténtico poder sanador para los pacientes que trataba.

Para Sacks el papel de los parques en una ciudad iba mucho más allá de la estética, del oxígeno o del ocio. “Es evidente que la naturaleza despierta algo muy profundo en nuestro interior”, escribió en el libro Everything in Its Place. “La biofilia, el amor por la naturaleza y los seres vivos, forma parte esencial de la condición humana. Los efectos de las cualidades de la naturaleza en la salud no son solo espirituales y emocionales, sino también físicos y neurológicos”. No hace falta que sean parques inmensos, como la Casa de Campo en Madrid, en la que uno puede perderse en bicicleta durante horas entre bosques y praderas, o Hampstead Heath en Londres, que inspiró a C. S. Lewis su mundo mágico de Narnia. El Jardín de los Naranjos, en la colina del Aventino en Roma, es minúsculo, pero basta con cruzar su puerta para que cambie por completo la perspectiva de la ciudad y, en una tarde de verano de calor pegajoso e insoportable, incluso de la vida.

Tokio, la megaurbe japonesa destruida casi por completo durante la Segunda Guerra Mundial, alberga los que son tal vez los jardines más bellos del mundo. Rikugien, por ejemplo, situado en un barrio más o menos anodino, sobrevivió al conflicto y se mantiene como fue creado en el siglo XVIII. Cada árbol, cada puente, cada pradera, cada planta, hasta cada hoja caída tiene un sentido. Una mañana de invierno estaba lleno de aficionados con imponentes cámaras, que buscaban paz e imágenes de pájaros. La vida, en todas sus facetas, incluida la política, no se puede concebir sin que de vez en cuando se pueda atravesar un umbral y encontrar un espacio a la vez reconfortante y sanador.

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Sobre la firma

Guillermo Altares
Es redactor jefe de Cultura en EL PAÍS. Ha pasado por las secciones de Internacional, Reportajes e Ideas, viajado como enviado especial a numerosos países –entre ellos Afganistán, Irak y Líbano– y formado parte del equipo de editorialistas. Es autor de ‘Una lección olvidada’, que recibió el premio al mejor ensayo de las librerías de Madrid.

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