La ley de nuestros corazones
La sumisión nacional es la meta de líderes como Vladímir Putin
Hay una observación hecha de pasada en El camino hacia la no libertad, del historiador estadounidense Timothy Snyder, que resulta inquietante. Hay un momento en que habla del paso que se produce, cuando la movilidad social se interrumpe, de la democracia a la oligarquía, y explica cómo esa poderosa élite de ricachones, tras proponer el relato de un pasado inocente, ofrece una falsa protección a la gente que lo está pasando verdaderamente mal. “La fe en que la tecnología está al servicio de la libertad facilita el camino hacia este espectáculo”, apunta entonces.
Lo que Snyder se propone en su ensayo es explorar la historia del presente para mostrar cómo las sociedades actuales se están deslizando hacia un modelo político donde algunas de las viejas virtudes asociadas a la democracia —la libertad, la verdad, la igualdad, el individualismo— van siendo sustituidas por otras muy distintas, entre las que se impone el mensaje de formar parte de una gran nación gobernada por un líder redentor. Snyder analiza meticulosamente los pasos que ha ido dando Rusia en los últimas décadas, y se fija especialmente en Vladímir Putin y en las campañas cibernéticas que orquestó para favorecer el Brexit y la llegada de Trump al poder. Es en este punto donde hay que volver a leer las palabras de Snyder: “La fe en que la tecnología está al servicio de la libertad”.
Snyder arranca en 2010, cuando está a punto de nacer su primer hijo. Dos años después, su mujer da a luz una niña. Entre la llegada de uno y la llegada de la otra, a Snyder le llama la atención que el llamado teléfono inteligente se haya generalizado en un periodo tan corto de tiempo. Más sofisticación tecnológica, así que más libertad. ¿Pero es esto lo que de verdad está ocurriendo? Como se sabe desde hace tiempo, las campañas cibernéticas rusas se han servido de las nuevas tecnologías para invadir las redes sociales y confirmar (y manipular) estados de opinión, emociones, gustos, posiciones políticas, preferencias electorales.
La manera de entender el tiempo y la forma de relacionarse en el espacio público han ido cambiando, de manera tan imperceptible como radical, en este siglo XXI. Snyder dice habitar un “tiempo dislocado”, un tiempo “fragmentario” y “escurridizo”. No hay mucho margen para la distancia, para la observación reposada, para la discusión pública. Cuando se refiere a estos nuevos líderes, observa que lo suyo es fabricar crisis y manipular las emociones que producen, conseguir que los ciudadanos sientan “entusiasmo e indignación de forma permanente”, servirse de la tecnología para transmitir ficciones políticas y negar los hechos. En fin, reducir la vida al espectáculo y el sentimiento.
El gran teórico que ha sostenido ideológicamente el proyecto político de Putin es Iván Ilyin, un filósofo que salió de Rusia con la revolución de 1917 y que concibió un fascismo cristiano para derrotar al bolchevismo. Murió olvidado en Suiza en 1953 y Putin trasladó sus restos a Moscú en 2005 para organizarle un entierro con todos los honores. Ilyin construye la imagen de una Rusia inocente que ha sido masacrada por los pecados de Occidente. Así que señala al régimen de libertades de Europa como al verdadero enemigo. “Los rusos tenían ‘una disposición especial del alma’ que les permitía reprimir su raciocinio y aceptar ‘la ley de nuestros corazones”, escribe Snyder, “algo que Ilyin interpretaba como la represión de la razón individual en favor de la sumisión nacional”. Por ahí van los tiros de esa extrema derecha que quiere sabotear el proyecto europeo. Igual no es mala idea desconfiar un tanto de esa “ley de nuestros corazones”.
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