‘Machirula’
Menos mal que somos un matrimonio que se esfuerza en dinamitar las relaciones de poder que nos denigran a las unas y a los otros
Hoy he vuelto a casa con un humor de perros. Llegaba de viaje en un tren lleno de seres comedores de ganchitos que escuchaban, sin auriculares, sus “dispositivos” móviles. Volvía de dar un curso en no sé dónde, había dormido en una cama que no era la mía y sentía un clavo en la cabeza. Al llegar a Madrid comprobé que mi tarjeta de transporte estaba vacía e intenté recargarla en una máquina del metro. Repetí la operación varias veces quizá por culpa de mi inutilidad, aunque puede que las máquinas nos boicoteen. Sobre todo, cuando captan agotamiento o prisa. Un niño me dio una patada sin querer, pero no pidió perdón, los vagones iban de bote en bote, al salir del metro llovía a cantaros. Una furgoneta municipal, circulando a 70 por una estrecha calle, me salpicó y me empapó los pantalones. Al subir los tres pisos que llevan a mi casa, mi marido, sexagenario parado que reinventa su vida, estaba esperándome con una sonrisa que no supe apreciar. Había hecho la colada y la compra, revisado las facturas, tenía puesta la mesa. Había preparado el aperitivo y una ensalada de pulpo con patatas, cebolla, tomate y pimiento verde. “¿Le habrás echado pimienta de Jamaica, no?”, le interrogué con desconfianza. A mi marido la sonrisa comenzó a desdibujársele, pero se mordió la lengua. A mí se me iba poniendo la misma mala leche que al extraterrestre del chiste que se coloca un tricornio en la cabeza nada más bajar de su nave para echar un vistazo.
El malestar de mi marido y mi airada prepotencia —¿mi feminismo liberal?—, la insatisfacción de ambos, son fruto de nuestras respectivas educaciones machistas. Pero la tensión fue aliviándose poco a poco. Seguramente, la laxitud llegó porque somos una pareja de cierta edad que, con el paso del tiempo, ha aprendido que la expresión “llevar los pantalones” es fea; que ingresar el sueldo en una casa no le da a nadie patente de corso; que trabajo doméstico y cuidados son imprescindibles para que los viejos y nuevos modelos de familia funcionen; que el cuarto propio de las mujeres se relaciona con la posibilidad de disponer de un espacio personal, independencia y sueldo, pero también con ciertas formas amables de convivencia deseada y gregarismo humano; que hay trabajos que deberían pagarse y no se pagan, y que no todo lo que se paga es valioso; que los hombres no deberían sentirse capitidisminuidos si no pueden arrastrar el bisonte dentro de la cueva, ni las mujeres deberían golpearse los pechos con los puños si clavan la lanza en el corazón del jabalí que alguien les asará gratuitamente. Menos mal que somos un matrimonio de mediana edad que sabe esto y se esfuerza en dinamitar las relaciones de poder que nos denigran a las unas y a los otros, porque, si no, aquel día aciago quizá le habría soltado una leche a mi marido por no recibirme con una copita de coñac y las zapatillas en la boca. Yo no me habría dado cuenta de haber sido abducida por un macho prototípico del capitalismo salvaje, y él habría llorado y, sisando dinero de la compra semanal, habría pedido consejo a una pitonisa para resolver sus errores. Pese a que convendría evitar la asunción de modelos “viriles” y competitivos, hay que insistir en que, por regla general y estadística, por costumbre y costra histórica, somos nosotras las que solemos experimentar culpa. Las que nos mordemos la lengua, las pobras y las hostiadas.
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