Psiquiatra receta prostitutas
Houellebecq es quizá el autor de nuestro tiempo que más gasolina arroja al debate sobre la incorrección política y a la provocación


Este artículo es un spoiler, pueden dejarlo aquí. Pero si siguen adelante sabrán que el psiquiatra de la última novela de Houellebecq, en vista del empeoramiento del protagonista, a pesar de la alta dosis de antidepresivos que ya toma, le acaba dando otra receta: “¿Ha pensado en las putas?”.
El médico en cuestión está preocupado, y continúa así: “Algunas no están mal, ya sabe. Son la excepción, la mayoría son cajeros automáticos en estado puro. Pero se folla, lo cual no es poco”. Y entonces le extiende, a modo de receta, los teléfonos de varias prostitutas que considera “lo hacen bien”.
Serotonina es una cáustica reflexión sobre la soledad, el desamor, la quiebra de las relaciones, a veces por estupideces y otras por colisiones de envergadura, o la fidelidad hoy reducida al paquete favorito de televisión. Pero ahí tenemos un autor polemista, sin escrúpulos, que no se corta a la hora de describir un vídeo pedófilo, sexo con perros, viajes a Tailandia en busca de niñas prostitutas o el sexo de pago como fórmula para no morir de pena. Todo lo hacen sus personajes, claro, no él, es una de las grandes ventajas de la literatura.
Houellebecq es quizá el autor de nuestro tiempo que más gasolina arroja al debate sobre la incorrección política y a la provocación como género en un mercado literario de etiquetas. Lo hace con sus retratos mordientes sobre una virtual Francia musulmana, su machismo sin complejos, su coqueteo con la extrema derecha y su constante recurso (dejémoslo en literario) a la prostitución. Pero es también el escritor que más vivazmente está describiendo en este mismo libro (Serotonina, Anagrama) la decadencia y la desesperación de la Francia agraria hoy olvidada y la invención de las ciudades modernas junto con “su corolario natural: la soledad”.
Su mundo es un basural, como el de Humbert Humbert en Lolita. Sus personajes hacen cosas, como los catalanes de Rajoy, y él nos las sirve en bandeja. Pero los buenos libros no son al fin y al cabo manuales de ética ni de instrucciones, sino miradas singulares capaces de establecer una sintonía con el lector. Nos puede ofender y dar náuseas, pero Houellebecq, por alguna razón tan legítima como la que acompaña a toda creación literaria, la ha logrado establecer. El lector decide. Y ya ha decidido.
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