Vencedores y vencidos
La democracia necesita alguien que pueda hacerse cargo de la gobernabilidad. Y puede que esta sea la mayor incógnita de esta noche
"La causa de los vencedores complació a los dioses, pero la de los vencidos, a Catón”. Este verso de Lucano, una de las citas más utilizadas por Hannah Arendt, bien puede aplicarse a la democracia parlamentaria. En esta los derrotados que obtienen representación en el Parlamento no acaban de serlo del todo. No pueden, como es lógico, acceder al Gobierno, pero se instalan cómodamente como parte de la oposición. Se dirá que es un triste consuelo, y lo es, pero tiene importantes consecuencias civilizatorias. Por lo pronto conservan su voz, y, aunque no puedan decidir las cuestiones más importantes, a todos los efectos su opinión vale tanto como la del ganador.
Este es uno de los aspectos de la democracia liberal que pone tan nerviosos a los populistas, ansiosos siempre porque la mayoría pueda campar a sus anchas. Por eso favorecen también los refrendos populares en los cuales siempre rige el principio de “todo para el ganador”. Aquí el vencido lo pierde todo, aunque al final es el sistema político el que sufre, ya que se priva de garantizar el pluralismo de opiniones e intereses. Por eso les molesta también tanto a los populistas todo ese mecanismo de instancias intermedias y controles del poder que ponen cortapisas a los dictados de la mayoría. O la propia prensa libre.
Puede que fuera por todo ello por lo que Arendt amaba tanto la sentencia de Lucano. Porque del mismo modo en que la historia la escriben siempre los vencedores, un espacio público que restrinja el pluralismo de opiniones ya deja de ser libre. La libertad consiste precisamente en que esté abierto a todos, en que los “vencidos” puedan seguir considerándose como ciudadanos tan iguales como los demás. Esto es tan obvio, que ni siquiera lo mencionaría de no ser por el momento populista en el que nos encontramos. Por cierto, la causa del vencido que complacía a Catón era la de Pompeyo, representando allí a las instituciones republicanas romanas; el vencedor favorito de los dioses era, cómo no, César, quien precisamente aspiraba a destruirlas.
Lo que veremos esta noche no es, sin embargo, algo tan serio. Habrá vencedores y vencidos, claro está, pero el espectáculo al que asistiremos tendrá algo de esperpéntico. Ya saben que en todas las noches electorales casi nunca pierde nadie. Siempre hay algún dato con el que comparar el resultado que permite eludir la etiqueta de perdedor. El marketing político sigue funcionando incluso después de conocida la distribución de votos. “Perder” no es un verbo que se conjugue con facilidad en la democracia cuando, como hemos visto, forma parte de ella y se beneficia incluso de poseer un cierto halo de dignidad.
Como es lógico la democracia necesita también vencedores claros, alguien que pueda hacerse cargo de la gobernabilidad. Sin ganadores no hay Gobierno. Y puede que esta sea la mayor incógnita de esta noche. Que, curiosamente, nadie gane y un grupo de no-vencedores/no-vencidos sea incapaz de pactar un nuevo Gobierno con visos de conseguir un mínimo de estabilidad política. En ese caso, lamento decirlo, perderemos todos.
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