Moros y cristianos
La idea de Reconquista y la restitución de la monarquía visigótica son ficciones inventadas en el siglo XIX para justificar un relato histórico nacional
Cuando se calmen los ardores guerreros y de estómago, y los voxeros (¿voxistas? ¿voxeadores? No sé formar el gentilicio de Vox) digieran las fabes que se zamparon tras reconquistar España en Covadonga, les propongo un plan mucho más plácido e instructivo: la exposición Una pintura para una nación: El fusilamiento de Torrijos, que pueden ver estos días en el Prado y sobre la que escribió con su finura y profundidad habituales Antonio Muñoz Molina en este mismo periódico. Allí, no solo podrán admirar una obra cumbre de la pintura del XIX, sino que aprenderán algo sobre los usos políticos de la historia.
A Torrijos le fusilaron en 1831 en las playas de Málaga cuando intentaba reconquistar su España por el sur. Torrijos era liberal y pensaba que Fernando VII había usurpado la nación. La pintura, sin embargo, se hizo muchos años después, en 1886, por encargo del entonces presidente Sagasta, que ensalzó a Torrijos porque representaba la España democrática a la que la España de finales del siglo XIX quería parecerse. Que luego se pareciese es otra cuestión.
Santiago Abascal quiere parecerse a Don Pelayo, y allá cada cual con sus modelos, pero estaría bien distinguir los mitos de los hechos. Porque Torrijos, aunque se ha convertido en un mito a través de la pintura de Antonio Gisbert, fue un personaje real cuya existencia está más que probada y cuya vida y muerte podemos entender: sus ideas de tiranía y libertad, en el fondo, no son tan distintas de las nuestras. De Don Pelayo, en cambio, no podemos asegurar ni su existencia. Puede que fuera un personaje inventado siglos después, como apuntan no pocos historiadores, y puede que existiese, pero no como nos lo han contado. Si viajásemos en el tiempo, podríamos comunicarnos con Torrijos, salvando no pocos abismos culturales, pero Don Pelayo sería un extraterrestre: no entenderíamos su moral ni sus motivaciones, y si Abascal le hablase de España, el pobre Pelayo no sabría qué decirle.
La idea de Reconquista, la restitución de la monarquía visigótica y las lágrimas de Boabdil el Chico son ficciones inventadas en buena medida en el siglo XIX para justificar un relato histórico nacional. Tomarlas en serio, desde la literalidad de un bachiller de posguerra, no solo banaliza el saber histórico hasta convertirlo en una fiesta folclórica de moros y cristianos, como el arranque de la campaña de Vox en Asturias, sino que es siniestro y peligroso. Es una forma de decir que unos llevan en el país desde el albor de los tiempos y otros acaban de llegar y tienen que ganarse su sitio o desandar el camino. Cristiandad vieja, derecho de pertenencia, esas idioteces del pedigrí.
Nadie lleva en España tantos siglos porque la vida media de un español es de 82,83 años, y esa es la única medida histórica que un político democrático debería tener en cuenta. Incluso aunque nos conmovamos ante el cuadro de Torrijos: su fusilamiento también pertenece a otro país con el que saldamos todas las deudas al nacer.
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