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Columna
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Soberanismos

Se trata de la enfermedad de este tiempo. En sus distintas variantes, sobre el telón de fondo de la crisis iniciada en 2008

Antonio Elorza
El presidente de la Generalitat, Quim Torra, durante la reunión semanal del gobierno catalán.
El presidente de la Generalitat, Quim Torra, durante la reunión semanal del gobierno catalán.Alejandro García (EFE)

Es la enfermedad de este tiempo. En sus distintas variantes, sobre el telón de fondo de la crisis iniciada en 2008, la reivindicación de la soberanía entra en juego, bien para disgregar organizaciones políticas preexistentes, bien para debilitarlas. Lo primero que sorprende es que incluso los fracasos más espectaculares de esta línea política son vistos como experiencias singulares sin aplicación alguna a los proyectos que se mueven en esa dirección. Es así como en nuestra crisis catalana no hay un solo independentista que haya esbozado una reflexión sobre el desastre del Brexit. Y cuando alguien se asoma, lo hace, como Iceta, de forma inadecuada: no es que haya que esperar a que los independentistas lleguen al 65% a fuerza de hacer la vida imposible a Cataluña y al Estado, sino que a la luz de lo ocurrido en Gran Bretaña constituye un enorme disparate, para todos, jugarse la existencia de un Estado por el procedimiento de la ruleta rusa. Gane quien gane. En Quebec, la independencia estuvo a punto de ganar y luego el independentismo se desplomó. En suma, la autodeterminación sobre esas bases nada tiene que ver con la democracia, sino, según vemos en Londres, con su autodestrucción.

La otra vertiente del soberanismo consiste en reivindicarlo frente a Europa, con el propósito de romper la mesa de juego colectiva para otorgar ventajas a determinados jugadores individuales. Es el caso de la Italia de Salvini y de Di Maio, de la Francia de Marine Le Pen, de Polonia, de Hungría,... La sucia jugada de potenciar los beneficios individuales a costa del interés colectivo europeo solo funciona si los demás jugadores lo aceptan. Es lo que Keynes llamó la paradoja del ahorro, que minimiza sus riesgos en crisis a costa de la demanda colectiva de todos. Esta tentación suicida ignora que la Unión Europea es el único bastión ante un proceso globalizador muy desfavorable donde, además, emerge la nueva hegemonía de China que —como ya ocurre en Europa del Este y en Italia— juega la baza de desatar los vínculos intraeuropeos en beneficio propio.

De cara a las próximas elecciones europeas, el riesgo viene en pinza desde la extrema derecha (Le Pen, Vox) a la extrema izquierda (Mélenchon, Podemos). Aquí interviene la falacia del progresismo: los fines se justifican por sí mismos, independientemente de su viabilidad económica. Iglesias parece seguir a aquel de sus profesores que antes de gozar del capital financiero veía en el capitalismo algo criminal. Preguntémosle: ¿quién era más reaccionario, Luis de Guindos o “el socialismo del siglo XXI” de Chávez y Monedero? La pregunta es si será capaz de rectificar este modo de afrontar la economía, y de apreciar el papel de Europa, al incorporarse a un Gobierno.

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