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Columna
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Bloques y bloqueos

En tiempo de polarización y política del temor, los pacíficos en busca de seguridad tienden a preferir la protección de los que parecen más fuertes

Enrique Gil Calvo
El líder de Ciudadanos, Albert Rivera, en un acto de su partido en Madrid.
El líder de Ciudadanos, Albert Rivera, en un acto de su partido en Madrid.Victor J Blanco (GTRES)

Al final, las elecciones generales del 28-A se plantearán como un plebiscito sobre Sánchez sí o no. Los lemas de campaña serán oficialmente otros, pues los triunviros se presentarán como un dique frente al secesionismo, con alguna variante del trumpista España primero, mientras que la izquierda ofrecerá progreso, igualdad e inclusión frente a la involución reaccionaria y excluyente, con cualquier paráfrasis del famoso “si tú no vas [a votar], ellos vuelven”. Pero en la práctica, la campaña estará enmarcada por un solo encuadre como principio unificador: el de optar entre “diálogo o bloqueo”.

El diálogo con el soberanismo catalán es la única estrategia de supervivencia al alcance de Sánchez, ya que ellos detentan la llave de su investidura y para activarla pondrán elevado precio. Esta es la peor cara, por inmoral, de un diálogo que antes de Sánchez ya practicaron con distinta suerte González, Aznar, Zapatero y Rajoy. Pero el diálogo también presenta una cara positiva, incluso patriótica, la de que solo con diálogo podrá encauzarse el peor de los conflictos políticos que hoy tiene planteado España: el territorial. A medio y largo plazo, sin diálogo con los soberanistas no hay vías de solución.

Pese a lo cual, en España hay dos bloques políticos, enfrentados entre sí, que se proponen como objetivo estratégico el bloqueo del diálogo. El más numeroso es el triunvirato de Casado, Rivera y Abascal, que hacen del bloqueo su palanca de lucha por el poder. Pero al otro lado del espejo se sitúa su inverso bloque simétrico, formado por los secesionistas que dicen amar el diálogo pero en la práctica lo bloquean con exigencias imposibles. Y esta postura parece más difícil de entender. El caso de Puigdemont es más lógico, pues su única esperanza de supervivencia es la parálisis de la Generalitat, con 155 o sin él, lo que le permite detentar en exclusiva el puesto de president en el exilio. Y en el caso del secesionismo interior de Junqueras y compañía, su propensión al bloqueo hay que entenderla por analogía con el bloqueo del Brexit. El procés fracasó como ha fracasado el Brexit duro, pero antes que reconocerlo, lo que acarrearía su jubilación anticipada, los brexiters y los procesistes prefieren bloquear cualquier posible entendimiento. Bloqueo, luego existo y medro.

Ahora bien, el dilema entre diálogo o bloqueo parece fácil de resolver, electoralmente hablando, pues la mayoría de españoles y catalanes somos favorables al diálogo. Como señaló Robert Kagan, los americanos son de Marte y los europeos de Venus. Y dentro de Europa, los más pacíficos y dialogantes somos los españoles (y más las españolas, según idéntico estereotipo). Así que la ciudadanía favorable al diálogo debería imponerse por mayoría absoluta a los partidarios del bloqueo beligerante. Pero puede que no sea así, pues en tiempo de polarización y política del temor, los pacíficos en busca de seguridad tienden a preferir la protección de los que parecen más fuertes, por ser capaces de forzar un bloqueo. Es el nuevo voto útil, que es el voto del miedo al bloque del bloqueo.

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