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Un jardín para redimir al hombre digital

La espera incierta y el lento crecimiento de las plantas engendran un sentido especial del tiempo, radicalmente distinto de la aceleración de las pantallas

Un hombre mira su móvil sentado en un parque de Kioto, en 2018.
Un hombre mira su móvil sentado en un parque de Kioto, en 2018.Moises Saman (Magnum Photos / Contacto)

Desde que trabajo en el jardín percibo el tiempo de manera distinta. Transcurre mucho más lentamente. Se dilata. Me parece que falta casi una eternidad hasta que llegue la próxima primavera. La próxima hojarasca otoñal se distancia hasta una lejanía inconcebible. Incluso el verano me parece infinitamente lejano. El invierno se me hace ya eterno. El trabajo en el jardín invernal lo prolonga. Jamás me resultó tan largo el invierno como en mi primer año de jardinero. Sufrí mucho a causa del frío y la helada persistente, pero no por mí, sino sobre todo por las flores de invierno, que mantenían su floración incluso con la nieve y en plena helada persistente. Mi mayor preocupación eran las flores, y por eso les brindaba mi asistencia. El jardín me aleja un paso más de mi ego. No tengo hijos, pero con el jardín voy aprendiendo lentamente qué significa brindar asistencia, preocuparse por otros. El jardín se ha convertido en un lugar del amor.

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El tiempo del jardín es un tiempo de lo distinto. El jardín tiene su propio tiempo, sobre el que yo no puedo disponer. Cada planta tiene su propio tiempo específico. En el jardín se entrecruzan muchos tiempos específicos. Los azafranes de otoño y los azafranes de primavera parecen similares, pero tienen un sentido del tiempo totalmente distinto. Es asombroso cómo cada planta tiene una conciencia del tiempo muy marcada, quizá incluso más que el hombre, que hoy de alguna manera se ha vuelto atemporal, pobre de tiempo. El jardín posibilita una intensa experiencia temporal. Durante mi trabajo en el jardín me he enriquecido de tiempo. El jardín para el que se trabaja devuelve mucho. Me da ser y tiempo. La espera incierta, la paciencia necesaria, el lento crecimiento, engendran un sentido especial del tiempo. En Crítica de la razón pura, Kant describe el conocimiento como una actividad remunerada. Según Kant, el conocimiento trabaja por una “ganancia realmente nueva”. En la primera edición de Crítica de la razón pura, Kant habla de “cultivo” en lugar de “ganancia”. ¿Qué motivo pudo haber tenido Kant para reemplazar “cultivo” por “ganancia” en la segunda edición?

Acaso “cultivo” le recordara demasiado a Kant la amenazadora fuerza del elemento, la tierra, la incertidumbre y la imprevisibilidad inmanentes a ella, la resistencia, el poder de la naturaleza, que habrían incomodado sensiblemente el sentimiento de autonomía y libertad del sujeto kantiano. El asalariado urbanita podrá desempeñar su trabajo independientemente del cambio de las estaciones, pero eso le resulta imposible al campesino, que está sujeto a su ritmo. Posiblemente el sujeto kantiano no conozca la espera ni la paciencia, que Kant rebaja a “virtudes femeninas”, pero que son necesarias en vista del lento crecimiento de aquello que fue encomendado a la tierra. Quizá a Kant le resultara insoportable la incertidumbre a la que queda expuesto el campesino.

El tiempo del jardín es un tiempo de lo distinto. El jardín tiene su propio tiempo, sobre el que yo no puedo disponer. Cada planta tiene su propio tiempo específico

En su obra Amor y conocimiento, Max Scheler señala que, “de una forma extraña y misteriosa”, san Agustín atribuye a las plantas la necesidad “de que los hombres las contemplen, como si gracias a un conocimiento de su ser al que el amor guía ellas experimentaran algo análogo a la redención”. El conocimiento no es una ganancia, o al menos no es mi ganancia, ni es mi redención, sino la redención de lo distinto. El conocimiento es amor. La mirada amorosa, el conocimiento al que el amor guía, redime a la flor de su carencia ontológica. El jardín es, por tanto, un lugar de redención (…)

Me gustan mucho las flores que aman la sombra. Byung-Chul significa “luz clara”. Pero sin sombra la luz ya no es luz. Sin luz no hay sombra. Luz y sombra van juntas. La sombra da forma a la luz. Las sombras son sus hermosos contornos.

El nombre en latín de la dedalera es Digitalis. La palabra digital se refiere al dedo, en latín digitus, término con el que también está emparentada etimológicamente la palabra índice, que designa el dedo que se emplea sobre todo para contar. La cultura digital hace que en cierto modo el hombre se atrofie hasta convertirse en un pequeño ser con carácter de dedo. La cultura digital se basa en el dedo que numera, mientras que la historia es una narración que se cuenta. La historia no numera. Numerar es una categoría poshistórica. Ni los tuits ni las informaciones componen una narración. Tampoco el timeline narra una biografía, la historia de una vida. Es aditivo y no narrativo. El hombre digital maneja los dedos en el sentido de que constantemente está numerando y calculando. Lo digital absolutiza el número y la numeración.

Hoy la cultura se basa en el dedo que numera, mientras que la historia es una narración que se cuenta

También lo que más se hace con los amigos de Facebook es numerarlos. Pero la amistad es una narración. La época digital totaliza lo aditivo, el numerar y lo numerable. Incluso los afectos se cuentan en forma de likes. Lo narrativo pierde enormemente relevancia. Hoy todo se hace numerable para poder traducirlo al lenguaje del rendimiento y la eficiencia. Además, el número hace que todo sea comparable. Lo único numerable es el rendimiento y la eficiencia. Así es como hoy todo lo que no es numerable deja de ser. Pero ser es un narrar y no un numerar. El numerar carece de lenguaje, que es historia y recuerdo. (…)

Hoy tenemos mucho que decir, mucho que comunicar, porque somos alguien. Hemos perdido el hábito tanto del silencio como de callarnos. Mi jardín es un lugar del silencio. En el jardín yo creo silencio. Estoy a la escucha, como Hiperión:

Todo mi ser enmudece y se pone a la escucha cuando la tierna ola de aire revolotea por mi pecho. Perdido en el vasto azul, a menudo lanzo mi mirada fuera, hacia el éter, y la adentro en el mar sagrado, sintiendo que un espíritu afín me abre sus brazos, como si el dolor de la soledad se desvaneciera en la vida de la divinidad. Ser uno con todo: esa es la vida de la divinidad y ese es el cielo del hombre.

La digitalización aumenta el ruido de la comunicación. No solo acaba con el silencio, sino también con lo táctil, con lo material, con los aromas, con los colores fragantes, sobre todo con la gravedad de la tierra. La palabra humano viene de humus, tierra. La tierra es nuestro espacio de resonancia, que nos llena de dicha. Cuando abandonamos la tierra nos abandona la dicha.

Byung-Chul Han es un filósofo y ensayista surcoreano que imparte clases en la Universidad de las Artes de Berlín. Autor, entre otras obras, de ‘La sociedad de la transparencia’, este artículo es un extracto del libro ‘Loa a la tierra’, que publica en español la editorial Herder el 15 de marzo. Traducción de Alberto Ciria.

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