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Tribuna
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Recuerdo contracultural de Chaves Nogales

El escritor y periodista anheló una sociedad de rasgos ilustrados, consciente de su diversidad. ¿Planteará alguien en las próximas elecciones un ideal de país alejado del zafio enfrentamiento excluyente?

Eduardo Madina
EVA VÁZQUEZ

“Me esfuerzo en mantener una ciudadanía española puramente espiritual, de la que ni blancos ni rojos puedan desposeerme”. Manuel Chaves Nogales

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Dicen que, en el día de su funeral, el féretro de Chaves Nogales entró en la iglesia de St. James envuelto en los colores de una bandera vencida. Había muerto en su exilio de Londres, el 4 de mayo de 1944, pocos días antes de ser condenado, por un tribunal franquista, a una pena de 12 años de cárcel e inhabilitación que no pudo cumplir.

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Transcurridas más de siete décadas, un recuerdo de flores sigue amaneciendo, algunos días, en la sepultura CR19 del cementerio londinense de Fulham. Allí se encuentran sus restos, en una tumba sin lápida y sin nombre, sin nada que distinga el pequeño espacio en el que, el mejor periodista de la historia de España, cumple una pena de olvido. La que le impuso un país, el suyo, que nunca le ha regalado excesivo tributo de comprensión, reconocimiento o memoria.

Entre los retos que tenemos por delante no hay ninguno que se resuelva calculando el tamaño de las banderas

Nacido en Sevilla en 1897, fue redactor en El Noticiero Sevillano, redactor jefe en El Heraldo de Madrid y director de Ahora, importante diario de línea editorial azañista. Republicano que, en tiempos de utopías puras, se definía como antifascista y antirrevolucionario, ciudadano de una república democrática y parlamentaria, que se puso al servicio de la misma cuando estalló la guerra y que solo abandonó Madrid en el mismo momento en que lo hizo el Gobierno legítimo, que partió hacia el exilio, en París, de donde huyó de la Gestapo y que terminó en Londres, ciudad de la que ya no volvería.

Su obra, desde La agonía de Francia hasta La defensa de Madrid, desde Bajo el signo de la esvástica hasta A sangre y fuego…, nos conduce a los mejores relatos y las mejores crónicas que pueden leerse sobre aquella época. Es una escritura tan bella como desgarradora, la crónica del hundimiento de una forma civilizatoria que, en el caso de España, derivó de un golpe de Estado y, tras una guerra cruenta, culminó en una dictadura de cuatro décadas. Es, a su vez, un alegato contra el dogma de fe en política, contra la pureza intocable de las utopías totales, contra una dinámica histórica tantas veces vista; la pretensión de llevar hasta el final la pureza de los sueños propios termina convirtiendo a estos en pesadillas ajenas.

No encontró Chaves demasiado público para las ideas de corte democrático, de aceptación de la pluralidad y de convivencia cívica que mantuvo en su vida y proyectó en su trabajo. Condenado y renegado por los protagonistas del golpismo y la dictadura, rechazado por los herederos de las doctrinas revolucionarias, pasó a habitar en un silencio sedimentado durante años y en un olvido de tiempo largo hasta la recuperación de su figura, su significado y su legado a manos de un grupo de intelectuales destacados hace ya algunos años.

Los desafíos reales están en la competitividad, en las condiciones laborales y en la cuarta revolución tecnológica

Hay, sin embargo, en él un ejemplo válido de país. No tanto en el discurso de una tercera España, enfrentada por igual a izquierda y a derecha, a “los rojos” y “los azules”, sino en el ideal de un país dispuesto a buscarse y encontrarse en la mejor versión de sí mismo. En el anhelo de una sociedad de rasgos racionales e ilustrados, abierta al mundo y consciente de su diversidad y pluralidad interna, capaz de dar cabida en su interior a cualquier forma de pensamiento siempre que esta esté alejada de toda tentativa de imposición.

Una España que rompe con las exaltaciones fanáticas y se vincula a los valores republicanos que configuran una convivencia basada en el racionalismo del derecho. Interpretando este, como expresión de la voluntad soberana y democrática de una sociedad a la que nunca puede sustraerse un gobierno. Un punto de encuentro donde sentirse tan seguros y reconciliados con cada propia cosmovisión como para no necesitar la negación de la que tienen los demás.

Con todo, la secularización de nuestro país en términos de convivencia, nuestra distancia con todo señalamiento de las herejías identitarias o ideológicas sigue siendo, todavía hoy, una bandera vencida.

Por eso, la pregunta ante este ciclo electoral que se abre, vuelve a ser, de nuevo, la misma. ¿Planteará alguien una alternativa seria —y no una apariencia— a este modelo binario, de zafio enfrentamiento excluyente? ¿Ofrecerá alguien un modelo sólido —y no un truco de ilusionismo— que supere esta confrontación dogmática de tan bajo vuelo?

Sería altamente reconfortante escuchar un proyecto de futuro que parta de la impureza y la complejidad real de nuestra sociedad y que no necesite de la formulación de exclusiones. Planteado por alguien que, con Slataper, recordara que nuestra identidad no es sino “la conciencia y el anhelo de una diversidad tan cierta como indefinible. Auténtica cuando se vive en el ámbito íntimo de un sentimiento. Dudosa cuando se proclama o se exhibe”.

Hay un ideal de país así, que nos está esperando, vacunado ante tanto discurso excluyente, que centre la atención en la realidad cívica de nuestra sociedad y nos saque, de una vez por todas, de esta inflación de patriotismos, rechazos mutuos y fronteras internas. Porque entre los verdaderos retos que tenemos por delante no hay ninguno que vaya a resolverse calculando el tamaño de cada una de las banderas ni midiendo el blanco de cada una de las purezas. Los desafíos reales no están ahí. Están en la competitividad de nuestra economía, en las condiciones laborales de las trabajadoras y los trabajadores, en las oportunidades e inquietudes que genera la cuarta revolución tecnológica, en el funcionamiento y la financiación de los servicios públicos y los instrumentos de la cohesión social, en la demografía, en la igualdad, en la lucha contra la violencia de género, en las reformas orientadas a la vertebración territorial y constitucional del Estado y en la lucha contra el cambio climático, entre algunas otras.

No hay ni un solo centímetro de nuestro futuro que vaya a decidirse en el tamaño con el que escribimos los nombres de las patrias. Nombres que, por cierto, se quedarán desprovistos de todo significado relevante si no resolvemos antes los desafíos reales que llevan tiempo esperando.

Por contracultural que resulte, este país también tiene derecho de acceso a la mejor versión de sí mismo. Ya la ha rozado con los dedos, en distintos momentos de las últimas décadas, gracias al empuje de la sociedad española y a la altura de algunos liderazgos políticos.

Ojalá haya quien se atreva, y por anticíclico que parezca, apele de nuevo a todo eso en este proceso electoral: un ideal de país, parecido al que soñó Chaves Nogales, como propuesta a contracorriente. Para intentar convertirlo en mayoritario.

Eduardo Madina es director de KREAB Research Unit, unidad de análisis y estudios de la consultora KREAB en su división en España.

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