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Columna
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Un zombi jefe de Estado

Un muñeco cumpliría con la misma pulcritud con los deberes presidenciales, en una república donde todos saben quiénes mandan

Lluís Bassets
Protesta de los estudiantes algerinos en contra del presidente Abdelaziz Bouteflika, en Alger.
Protesta de los estudiantes algerinos en contra del presidente Abdelaziz Bouteflika, en Alger. RYAD KRAMDI (AFP)

Muchos fueron los motivos de los jóvenes que salieron a manifestarse en toda la geografía árabe en 2011 ahora hace ocho años. Uno de los más destacados fue la indignación levantada por la pretensión de numerosos dictadores, todos ellos gobernantes longevos, entrados en edad y aupados en el poder a título de presidentes de sus repúblicas, empeñados al unísono en asegurar la sucesión en el poder al estilo de las monarquías hereditarias. En los casos de Gadafi en Libia, Mubarak en Egipto y Salé en Yemen se trataba de pasar el relevo a los hijos de los dictadores, y en el del tunecino Ben Ali a una antigua peluquera, convertida en su esposa. Todos terminaron mal.

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Son también numerosas las explicaciones para que las revueltas pasaran de largo en Argelia. La más destacada era la memoria fresca de las matanzas de la década negra de los 90, en la que murieron decenas de millares de argelinos. La más plausible, como sucedió en las monarquías árabes, es que en aquel momento no se hallaba en cuestión el principio de sucesión. Abdelaziz Buteflika, 81 años, presidente formalmente elegido desde 1999, gozaba de buena salud y, en comparación con los estándares regionales, llevaba un tiempo discreto en el poder, 12 años y tres elecciones. Se añadía su pretendido carisma presidencial, fruto más de la propaganda que de la realidad, como reconciliador del país tras la guerra civil, además de excombatiente en la guerra de liberación nacional.

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El régimen argelino, estrechamente controlado por el ejército y los servicios secretos, jamás ha resuelto el principio de sucesión, base de la estabilidad de cualquier sistema político. Y a falta de reglas, se ha instalado en el inmovilismo, de forma que quien ostenta la jefatura del Estado prolonga su mandato tanto tiempo como conviene. Esta es una característica universal que puede verificarse en todas las dictaduras, por camufladas que sean. Vladimir Putin lleva en el poder desde 2000, ya sea como presidente con mandato de cuatro años en su primera etapa hasta 2008, ya sea como primer ministro de un presidente títere desde 2008 hasta 2012, o de nuevo como presidente con mandato de seis años a partir de 2012, encarando además el horizonte mínimo de 2024.

Argelia, avanzada en tantas cosas en su entorno, está llegando más lejos que nadie en la resolución del principio de sucesión mediante un inmovilismo que alcanza al propio cuerpo del jefe del Estado. Paralizado por un ictus desde 2013, Buteflika renovó su mandato presidencial en 2014, y su entorno pretende, ante el escándalo de los jóvenes argelinos, que lo renueve de nuevo en 2019. Sentado en una silla de ruedas, con la mirada perdida y una incapacidad absoluta para comunicarse, es lo más parecido a un presidente zombi, al que se le atribuyen declaraciones, discursos y pensamientos que otros elaboran. Un muñeco cumpliría con la misma pulcritud con los deberes presidenciales, en una república donde todos saben quiénes mandan y no se necesita nada más para mantener la ficción de la presidencia electiva.

Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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