El portazo
La tolerancia mutua es uno de los pilares de la democracia
Nadie ha llamado todavía a su puerta, y Albert Rivera ya ha dado un portazo. Para ser más precisos, no ha sido solo el líder sino toda la ejecutiva de Ciudadanos la que el pasado lunes aprobó no pactar con el partido socialista tras las próximas elecciones. No hay ningún margen para acuerdos, sostienen, con quien ha tratado con los independentistas catalanes.
Cuando hay competencia por los votos suelen decirse algunas cuantas barbaridades y se buscan consignas de trazo grueso para hacer piña y ponerse por delante de los demás cuando toque acudir a las urnas. Las citas electorales pueden, sin embargo, consagrar formas de comportarse que con el tiempo contribuyen a erosionar las reglas de juego de la democracia. El portazo es una de ellas. Es una manera de negarle la legitimidad al adversario político, de descalificarlo y demonizarlo, de sacarlo fuera del tablero.
En un ensayo reciente, Cómo mueren las democracias, los profesores de la Universidad de Harvard Steven Levitsky y Daniel Ziblatt exploran qué es lo que ha podido ocurrir para que un personaje como Donald Trump terminara ocupando la Casa Blanca tras servirse en su camino al poder de las más burdas mentiras. La cosa viene de lejos, explican, y se remontan a la campaña de las elecciones para el Congreso de 1978 cuando un joven político republicano se impuso en un distrito en las afueras de Atlanta que llevaba 130 años en manos de los demócratas. Era un tipo con gafas y patillas y una “densa mata de pelo”, tenía un aire académico y un discurso animado, pero aquel aspecto ocultaba “una crueldad que ayudaría a transformar la política estadounidense”. Su nombre: Newt Gingrich.
“Estáis luchando una guerra, una guerra por el poder”, les dijo a unos jóvenes universitarios republicanos con los que se reunió en un hotel durante la campaña. “Este partido no necesita otra generación de aspirantes a líderes cautelosos, prudentes, cuidadosos, anodinos e irrelevantes”, afirmó, y reclamó personas dispuestas a “librar un combate acalorado”. El objetivo de un líder es construir una mayoría, insistía Gingrich con razón, pero el elemento que introdujo para conseguirlo fue el de librar un combate despiadado. Cuando llegó a Washington un año después se afanó para que el partido adoptara formas más duras y desplegó “una retórica deliberadamente desmesurada”, escriben Levitsky y Ziblatt. Propuso fórmulas nuevas, como la de distribuir entre los militantes unas cintas de audio (a la manera del ayatolá Jomeini para llegar al poder en Irán, observó el secretario de prensa de Gingrich) en las que se recomendaba utilizar ciertos calificativos para referirse a los demócratas: “Patéticos”, “enfermos”, “raros”, “antibandera”, “antifamilia”, “traidores”.
Este estilo tiene mucho que ver con Pablo Casado —por no hablar de la jerga de la ultraderecha— y con las maneras que introdujo José María Aznar en el Partido Popular. Pero el portazo de Ciudadanos se incorpora a esta deriva. Para Levitsky y Ziblatt, el auténtico peligro está ahí: “La polarización extrema puede acabar con la democracia”, afirman.
Dice José María Ruiz Soroa en su Elogio del liberalismo que en esta corriente importan antes “los procedimientos” que “las sustancias”. Justo lo contrario de lo que hace ahora Ciudadanos, que atiende sobre todo a las esencias (patrióticas) y olvida que uno de los pilares de la democracia es la tolerancia mutua y que lo que propicia es un combate político entre adversarios y no una guerra a muerte entre enemigos.
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