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Columna
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Como una ola

El ejemplo de Greta Thunberg ha inspirado a jóvenes de Bélgica, Alemania, Suecia, Suiza, Australia y Reino Unido a organizar sus propias manifestaciones

Cristina Manzano
Greta Thunberg, flanqueada por las líderes estudiantiles belgas, en Bruselas este jueves.
Greta Thunberg, flanqueada por las líderes estudiantiles belgas, en Bruselas este jueves. YVES HERMAN ((REUTERS))

Uno de los fenómenos más interesantes de estos últimos y desconcertantes tiempos es el de las manifestaciones de niños y jóvenes en varios países para reclamar un vuelco en la lucha contra el cambio climático. Hartos de la inacción y la ineptitud de políticos y empresarios ante el mayor desafío global, decenas de miles de menores han hecho huelga por un día y salido a las calles para defender su futuro.

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El movimiento tiene todos los ingredientes de la épica moderna. Todo empezó con Greta Thunberg, una chica sueca que desde el pasado agosto, a sus 15 años, decidió saltarse las clases de los viernes para ir a protestar por la falta de avances en los Acuerdos de París, ella sola, silenciosa, ante el Parlamento. Su pequeño gran gesto poco a poco acaparó la atención general, hasta el punto de ser invitada a dar una charla en el Foro Económico Mundial, en Davos. Allí, los reyes del esnobismo global asistieron impertérritos a la regañina de una niña por su hipocresía climática. Como una ola de ilusión y energía, el ejemplo de Greta ha inspirado a jóvenes de Bélgica, Alemania, Suecia, Suiza, Australia y Reino Unido —el viernes pasado— a organizar sus propias manifestaciones.

Más allá de la gracia de ver a niños y niñas protagonizar movilizaciones callejeras, el fenómeno es interesante por varios motivos. Porque es un síntoma más de la distancia creciente entre la sociedad y una clase política dedicada únicamente a lo suyo, alejada de los problemas que preocupan a la gente.

Porque los jóvenes, acusados a menudo de pasividad, demuestran que están decididos a batallar por un futuro que se presenta oscuro pero sobre el que hasta ahora parecía que ellos poco podían hacer. Porque esta ola podría dar paso a un tsunami equiparable a las grandes movilizaciones sociales de otras épocas (tanto que se habló el año pasado de Mayo del 68), ofreciendo un nuevo leitmotiv para unas sociedades en gran medida aletargadas. Porque confirma que lo verde se está convirtiendo en el motor de una nueva retórica, por encima de las tradicionales disputas ideológicas. Es la tercera vía que se está atribuyendo a los partidos ecologistas en diversos países europeos —frente a la tradicional división izquierda/derecha, que muchos consideran moribunda—, pero también del Green New Deal que quieren impulsar los nuevos demócratas en Estados Unidos.

Y, por último, porque construye una nueva narrativa global sobre el clima; una narrativa hasta ahora secuestrada por técnicos de lenguaje incomprensible o por agoreros de catástrofes, que de repente es capaz de utilizar la emoción de modo constructivo y no populista.

Ocupados como estamos con nuestras cosas, de momento no hay atisbo de nada similar en España. Pero aunque tarde, como ocurre a menudo, también llegará esta marea a nuestro país.

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