Cuestionar los mitos sexuales como terapia de grupo.
Las que rondamos los cincuenta, nos criamos con Walt Disney, crecimos con Top Gun y nos casamos como se casaba Julia Roberts. Ahora, desde el sofá, nos emocionamos con nuestros vástagos comiendo palomitas de microondas, pero viendo idénticos argumentos. La fórmula funciona. Nos gusta. Se trata de perpetuar la idea de que encontraremos al hombre de nuestra vida en un momento determinado y, pase lo que pase, envejeceremos arropados. Imposible resistirse. Y está muy bien. Tenemos mitos porque nos ayudan a sobrevivir. Es mucho más fácil que te consueles de una bronca de las de siempre si aprovechas para imaginarte con aquel que te encontraste en el culo del mundo. Nunca agradeceré lo suficiente a mis padres haberme animado a viajar desde los diecisiete años. He sido capaz de incorporar todo un repertorio de aspirantes a título de mito como para tener a mano siempre a alguno con el que enjuagarme alguna lágrima.
Los mitos son necesarios. Aunque solo sea porque me apartan de otros tranquilizantes menos inocuos.
Ignacio Elpidio Domínguez Ruiz, antropólogo, investigador y miembro del Instituto Madrileño de Antropología explica la importancia de la existencia de los mitos: "Un mito es una explicación a través de un relato. Sirven para concebir desde la existencia del mundo hasta la pertenencia a un grupo o por qué existe el bien y el mal. Sabemos que los diluvios universales tienen una explicación científica, pero el rescoldo castigador de un dios nos queda en la educación judeocristiana. Los mitos hay que tenerlos en cuenta por todo lo que transmiten y enseñan, pero también por los rescoldos de mentiras que prolongan".
Y esto es absolutamente trasladable a nuestras camas. Cuestionar los mitos sexuales es una de las mejores terapias que existen.
Un mito es aquel amante del que te acuerdas cada vez que las cosas se tuercen en tu alcoba. Un mito es el que traes a tu entrepierna, aunque el que esté en faena sea el de siempre. La de veces que hemos escuchado a nuestra amiga contar lo de aquel amante y la de veces que le ha añadido un adjetivo nuevo, una actitud más. Ahora imaginen que veinticinco años después ese amante que vivía a 7.000 kilómetros se presentara en la puerta de su casa. Los mitos los desmontamos porque no nos queda otra; igual que encontramos la explicación científica de por qué pueden producirse los cambios climatológicos, hartos de que nos cuenten milongas religiosas.
Sería bueno que nos enseñaran como fuera a que valoráramos a nuestros amantes no solo por la calidad de sus empotramientos, sino también por su comportamiento con nosotras. Agradecería que entre los baremos con los que evaluamos a nuestros amantes no solo apreciáramos el tamaño de la bendita verga. Con suerte, alguien se acuerda de aquello de que para amar había que sufrir ha provocado que muchas mujeres maltratadas repitan el patrón de hombre del que se enamoran. El sometimiento de mujeres aspirando a ser princesas les ha salido durante años. Sexoafectivamente, estamos en bragas. Por eso, si se nos presenta el amante aquel de hace veintiún años, no queda otra que enterarse de si es de verdad tan bueno.
Ya no me vale el argumento de que "esto" sean veintitrés centímetros.
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