Esclavas del Sr.
Seguro que muchos de esos amos, perdón, señores, van a misa y confiesan cualquier pecado menos este
Mi madre fue criada antes que señora, y no hablo en términos de clase, sino en orden cronológico. Se decía entonces que una niña no era mujer hasta que tenía su primera regla, y ella aún no menstruaba cuando salió de su aldea a los 13 años para ir a servir en casa de un panadero del pueblo vecino por la comida, la cama y el pan de la semana para sus padres y hermanos. El amo —entonces no se estilaban los eufemismos— no era rico, pero siempre hay alguien más pobre a quien sacarle el jugo. Con los años, mi madre fue cogiendo cartel y llegó a servir a señores de Madrid que la trataban como una hija, le daban de comer en la cocina lo mismo que se servía en la mesa de la familia y le daban libres las tardes de los jueves y los domingos hasta la hora de la cena, según nos contaba de críos haciéndose cruces, como si fuera un milagro. En una de esas conoció a mi padre y, tres años de casto noviazgo después, dejó de servir a ajenos para pasar a ser la señora de su casa y la esclava de su marido y sus hijos. No hablo de lugares ni tiempos remotos, sino de España, segunda mitad del siglo XX.
Será por las coincidencias, o porque la extraño como debe de extrañar el muñón al miembro amputado, pero el otro día se me representaba mi vieja en el relato de una de las internas que entrevistaba Berta Ferrero en su reportaje sobre empleadas de hogar en este diario. ¿De qué clase de detritus hay que estar hecho para mandar a alguien que vive contigo, te lava las bragas, le limpia el orto a tu madre, acuna en su pecho a tus hijos, o hace todo eso junto, a comprar patatas y filetes de pollo para su comida, mientras tú comes ternera de Ávila y merluza de pincho? Seguro que muchos de esos amos, perdón, señores, van a misa y confiesan cualquier pecado menos ese. Por mí, arderían en el infierno. Porque hasta la sierva de mi madre se hubiera hecho cruces con lo que ocurre en España, primer cuarto del siglo XXI.
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