Una pista sobre el paradero de Osama Bin Laden
Una mañana, Ben Rhodes, asesor de Obama, recibió varias llamadas de la Sala de Crisis del Gobierno. Habían localizado al promotor del 11-S
Una mañana de abril me di cuenta de que tenía numerosas llamadas perdidas del número bloqueado que solía indicar el aviso de la Sala de Crisis. Cuando devolví la llamada, me dijeron que acudiera al trabajo inmediatamente. (…) “Se trata de una cuestión muy espinosa —dijo Brennan cruzando las manos ante sí—. Puede que tengamos una pista sobre Bin Laden”. (…)
A última hora de la tarde del jueves, Obama presidió una reunión que sería la última a la que asistiera antes de tomar una decisión. El momento preciso de actuar vino determinado por una preocupación casi cinematográfica y rayana en lo inverosímil: la ausencia de luna sobre Abbottabad aquel fin de semana ofrecía la mejor ocasión para el lanzamiento de la operación. La reunión arrancó con un informe acerca de los últimos datos suministrados por los servicios secretos, y Obama planteó algunas cuestiones que daban a entender que había pasado muchas horas pensando en el asunto: conocía la estatura de las personas que residían en el recinto, sabía cuántas familias vivían en él y que quemaban la basura. Observé cómo el presidente digería toda aquella información, preguntándome de paso cuántas vueltas le habría dado al asunto en la cabeza a lo largo de las últimas semanas mientras asistíamos juntos a otras reuniones. A mi lado se encontraban otros recién llegados, entre ellos un “equipo rojo” —nombre que se daba a un grupo de analistas de los servicios de inteligencia que hacían las veces de adversario para detectar posibles lagunas en operaciones complejas— que había venido a revisar el dato de si era Bin Laden el que se encontraba en el recinto. Otorgaban a ese dato un grado de credibilidad bastante bajo; entre un 40% y un 60%, decían. La conversación se adentró en una ratonera en la que todo el mundo discutía los porcentajes, hasta que Obama perdió la paciencia con aquel ejercicio absurdo.
—¡Ya es suficiente! —dijo—. En definitiva, hay un 50% de posibilidades en un sentido o en otro.
La conversación pasó entonces a abordar la forma en que podíamos cazar al Paseante. El almirante Bill McRaven supervisaba el comando de operaciones especiales desplegado en Afganistán. Habló muy seguro de sí mismo, transmitiendo la sensación de que aquella era la clase de actividad con la que tanto él como sus hombres se ganaban la vida, pero también de que estaban teniendo un cuidado especial en prepararse para las circunstancias del momento.
—Estoy seguro de que podremos entrar y salir de allí —dijo.
Había otra opción: borrar sencillamente del mapa todo el complejo. Pero Obama parecía menos interesado en esa alternativa, pues nos habría impedido saber con certeza si el Paseante era efectivamente Bin Laden y comprobar si se podía obtener alguna información secreta en el edificio. Obama fue preguntando sistemáticamente a todos los presentes qué recomendaciones sugerían. Por primera vez, Gates tenía una opinión distinta a la de los militares de uniforme. Estaba totalmente en contra de llevar a cabo un asalto.
—Es demasiado arriesgado —dijo.
Gates hizo referencia a Desert One, el intento fallido que había llevado a cabo Jimmy Carter de rescatar a los rehenes estadounidenses retenidos por Irán. Al igual que aquella operación, también esta implicaba enviar de manera encubierta una serie de helicópteros al interior de otro país. La intentona de Desert One había concluido con la muerte de ocho soldados estadounidenses, la humillación de Estados Unidos y la dolorosa derrota electoral de un presidente demócrata al término de su primer mandato. Me desanimó mucho el hecho de que Gates dijera estas palabras en voz alta. Mullen y McRaven, por su parte, estaban decididamente a favor de la acción. Y también lo estaban Brennan y Leon Panetta, el director de la CIA. Biden se oponía, y se explayó hablando de la catástrofe que se podía desencadenar en Pakistán: un enfrentamiento a tiros en el lugar de la operación, amenazas contra nuestra embajada y la ruptura de relaciones diplomáticas. Hillary Clinton vino a decir, repetidamente, que la balanza estaba muy equilibrada. En última instancia, sin embargo, era demasiado arriesgado no aceptar la apuesta. ¿Qué pasaría si la gente se enteraba de que habíamos tenido la oportunidad de actuar y no lo habíamos hecho? Para ella, el riesgo de no aceptar el reto era mayor que no aceptarlo. Así que votó a favor. Era evidente que Obama iba a hacer eso mismo. Tenía una curiosa forma de mirar a la cara cuando estaba escuchando, aunque su cabeza estuviera en otra parte. Sin duda, mentalmente había dado mil vueltas a los informes de los servicios secretos (“Tiene un cincuenta por ciento de posibilidades”), y entendía a la perfección los riesgos relacionados con Pakistán. Cuando me preguntó qué pensaba, respondí simplemente:
—Usted siempre dijo que era esto lo que iba a hacer.
Como viví el debate desencadenado durante la campaña electoral, sabía que hablaba en serio cuando había dicho lo de entrar en Pakistán. Me pidió que preparara cuatro escenarios posibles: 1) Bin Laden se encuentra en el interior del recinto y la operación es un éxito; 2) Bin Laden está en el interior del recinto y hay problemas: personas muertas, actuación de las fuerzas de seguridad paquistaníes, inestabilidad; 3) Bin Laden no está en el interior del recinto, pero nosotros entramos y salimos de allí limpiamente; 4) Bin Laden no se encuentra allí y hay problemas.
Al término de la reunión, Obama no mostró sus cartas, y se limitó a decir que tomaría una decisión en el transcurso de la noche. Mientras los asistentes abandonaban la sala, Biden nos arrastró a Denis y a mí a una pequeña habitación contigua y cerró tras de sí la puerta. Tenía una expresión de verdadero dolor.
—Chicos, ¿realmente creéis que el presidente debería hacer algo como esto?
—Yo sí —dijo Denis.
Asentí también y repetí mi argumento acerca de que Obama siempre había dicho que entraría en Pakistán para coger a Bin Laden.
—Bien —dijo el vicepresidente—. Solo trato de darle un poco de margen.
Le creí. Biden a veces adoptaba posiciones chocantes en las reuniones con el fin de ampliar el espectro de las opiniones y las alternativas de las que pudiera disponer Obama. Se esforzaba mucho, además, por entender la forma de pensar del presidente.
—Usted siempre lo ha respaldado —dijo McDonough.
—De eso puedes estar seguro —replicó Biden—. Pero además nos va a hacer falta rezar un poco.
Empecé a preparar todo el material que necesitábamos. No tenía a nadie más con quien trabajar en la Casa Blanca, así que me senté solo delante de mi ordenador clasificado y me puse a elaborar el libro de instrucciones para cada escenario posible. Revisé los detalles desclasificados que habían sido preparados por la CIA y que sentaban las bases para actuar según las informaciones de los servicios de inteligencia; si Bin Laden no estaba en el recinto tendríamos que explicar por qué habíamos pensado que se encontraba allí. Reuní todas las declaraciones de guerra contra Estados Unidos que había hecho Bin Laden y sus manifestaciones de entusiasmo por los ataques perpetrados el 11-S. Luego reuní las declaraciones de Bush y Obama prometiendo capturar a Bin Laden. Sentado allí solo, a altas horas de la noche, tuve la sensación de estar reviviendo los sucesos que me habían llevado a trasladarme a Washington y a entrar a trabajar para la campaña de Obama, sucesos que se habían visto eclipsados en cierto modo por la confusión de la guerra de Irak y la convulsión de la Primavera Árabe. “Esto —pensé— es lo que se suponía que teníamos que hacer después del 11-S”.
Abrí un nuevo documento titulado “Notas del presidente Barack Obama” y empecé a redactar los discursos que habría pronunciado según los distintos escenarios, pero no me salían las palabras. Los escenarios negativos eran demasiado espeluznantes para pensar en ellos, y más aún para expresarlos en palabras, y me pareció que el escenario más positivo no debía ser gafado por este tipo de trabajo preparatorio. Sabía muy bien que no iba a tener mucho tiempo para escribir algo si la operación seguía adelante, pero dejé intacta la historia que aún tenía que acontecer.
Extracto de El mundo tal y como es, que la editorial Debate publica el 21 de febrero. Ben Rhodes fue asesor de Obama entre 2009 y 2017.
Traducción de Juan Rabasseda Gascón.
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