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Columna
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El gran fracaso

Cuando en el Supremo se abra la vista oral del juicio contra los líderes independentistas, se habrá llegado donde no se tenía que haber ido nunca

Josep Ramoneda
Traslado de los líderes independentistas catalanes presos a Madrid
Traslado de los líderes independentistas catalanes presos a MadridAlbert Garcia

Estamos a una semana de que se oficialice un gran fracaso: la incapacidad de unos y otros, con responsabilidad proporcional al poder de cada cual, de dar una salida política al conflicto catalán. Cuando en el Supremo se abra la vista oral del juicio contra los líderes independentistas, se habrá llegado donde no se tenía que haber ido nunca. Es lo que en Europa no se entiende: que los gobernantes no hayan sido capaces de encauzar el problema y lo hayan transferido a los tribunales.

Según cuentan personas que le visitaron en La Moncloa, Mariano Rajoy siempre tuvo claro que el conflicto catalán marcaría su mandato. Aunque le echó la Gürtel, la subrogación de sus responsabilidades a la justicia ante el desafío soberanista marcará su legado. La irresponsabilidad va por barrios: los independentistas no tuvieron el coraje de parar a tiempo; y el Gobierno no tuvo voluntad ni autoridad ante la opinión pública para buscar transacciones que permitieran canalizar el conflicto. En consecuencia, ahora empieza un juicio que llama la atención mucho más allá de nuestras fronteras, por una razón muy sencilla: tiene gran trascendencia política, por más que se busquen eufemismos para negarlo.

Debate de presupuestos, juicio, elecciones municipales y autonómicas, sentencia, quizás elecciones generales, éste es el calendario que nos espera, en un momento en que no es la finura lo que predomina en la clase política. La extrema derecha, la derecha y el extremo centro siguen operando con la convicción de que la mayoría de los españoles sólo espera la derrota del independentismo, por mucho que las encuestas den mayoría a los que quieren una solución cívica y política. Y Pedro Sánchez juega la carta de la distensión, que debería ser ganadora, con el freno puesto, por miedo a los efectos contaminantes de sus tratos con los independentistas, y entre las acusaciones de traición del nacionalismo español.

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Me gustaría creer que pasado el juicio empezará una etapa en la que los independentistas ya no tendrán la coartada que sirve tanto para ocultar su confusión estratégica y sus divisiones internas como para justificar la parálisis en su acción de gobierno; y que el clima de guerra verbal, sobre el que especula la derecha, se calmará. Se requeriría una sentencia que hiciera insostenible la furia criminalizadora que la derecha despliega contra el soberanismo; que dejara al independentismo sin los argumentos de enmienda a la totalidad; y que permitiera recuperar una vía de reconocimiento mutuo. ¿Pero se puede realmente esperar que las razones de la justicia lleguen donde no alcanzó la política?

España se juega su reputación internacional pero también salir del pantano en que llevamos enfangados por lo menos desde 2012. Y dan miedo, a uno y otro lado, los partidarios del cuánto peor, mejor, es decir, los que creen que la derrota y rendición de la otra parte aún es posible.

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