Las espinacas y la participación ciudadana
La participación ciudadana genera conflictos en las ciudades. Para entender y profundizar en la democracia participativa, necesitamos más transparencia y evitar análisis superficiales
Aprovechando que hace poco Popeye cumplió años, traemos aquí un artículo clásico (Sherry Arnstein, "La escalera de la participación ciudadana", 1966) donde su autora nos sugería que "la idea de la participación ciudadana es un poco como comer espinacas: nadie está en contra de ella porque es saludable".
A bote pronto parece una afirmación evidente, pero en una ocasión utilizamos este símil para hablar del proyecto urbanístico Mahou-Calderón y alguien nos aseguró que no era cierto. En efecto, hay personas que rechazan el discurso de la "participación". En su lugar, prefieren limitarse a elegir a sus representantes políticos para solucionar todos los problemas porque, entre otras razones, ya tienen suficiente con los suyos.
Así y todo, sabemos que la "crisis de legitimación" habermasiana (1973) caló hondo en nuestro país, repartiendo el pastel de la "legitimidad" entre la "representación" y la "participación". Como nos cuentan Cruces y Díaz de Rada en su etnografía sobre el Leganés de principios de los noventa (La ciudad emergente, 1996), el Estado no tuvo más remedio que poner en marcha su "maquinaria normalizadora", estableciendo, a partir de la Constitución de 1978, un conjunto de normas para canalizar y regular las ansias de "participación". Estas normas llegaron también a las entidades locales, marcando las relaciones entre el campo político y asociativo de las ciudades. Desde los registros de asociaciones, pasando por las declaraciones de "utilidad pública" o las proposiciones a los plenos, las asociaciones vecinales empezaron a participar en el entramado organizativo de los ayuntamientos, ampliando sus áreas de actuación y —muy importante— sus estructuras internas, más allá de los objetivos para los que, originariamente, habían sido creadas.
Con el paso del tiempo, la participación pasó a convertirse en un fin en sí mismo, sin que se pusiera en duda su valor intrínseco. No hacía falta, todos sabemos que comer espinacas es saludable. Mientras tanto, la "crisis de legitimación" campaba a sus anchas y llegó hasta nuestros días. De aquellas concentraciones del 15M donde se gritaba "¡no nos representan!" surgieron ayuntamientos que tomaron la "participación ciudadana" por bandera. Madrid, por ejemplo, puso en marcha Decide Madrid, lanzando internacionalmente a CONSUL; y del consenso de los grupos políticos, se renovaron las vetustos Consejos Territoriales para dar a luz a los Foros Locales de los Distritos. De entre estas iniciativas, la más significativa quizá sea la de los Presupuestos Participativos. En cada edición se incrementa significativamente el número de propuestas y las asociaciones y vecinos dedican mucho tiempo a recabar apoyos y votos para sus proyectos. Ni el número de votos, ni el presupuesto que se les asigna es muy elevado, pero, considerando el punto de partida, podría decirse que es un todo en éxito de "participación". Y, sin embargo, atendiendo a las frustraciones que están provocando, se encuentra —paradójicamente— en riesgo de morir de éxito.
¿Qué está pasando con la "participación" en las grandes urbes? Algunos dirán que todavía es pronto para valorar los últimos cambios. Siguiendo con el ejemplo de Madrid, acaba de iniciarse el proceso de descentralización administrativa. Puede que también sea pronto para valorar la nueva Ordenanza de Cooperación Público-Social, pero ¿no se legitima la "participación" sólo si es "participación reglada"?. Por ejemplo, si una asociación presenta un recurso ante los tribunales para paralizar un plan urbanístico ¿se considera "participación ciudadana"?
Entonces, ¿en qué quedamos? ¿La “participación ciudadana” es saludable? Al contrario de lo que podamos pensar, el texto de Arnstein no contiene ninguna carga moral. Dicho de otro modo: no nos dice si la “participación ciudadana” es buena o mala. Tan sólo nos expone un ramillete de criterios con los que evaluar los procesos sobre una definición elaborada a partir de otra metáfora, la escalera, por la que se asciende a medida que se cumplen una serie de criterios.
Así, por ejemplo, si evaluamos el proceso de "participación ciudadana" del proyecto urbanístico Mahou-Calderón, no es suficiente saber que "se ha elaborado a partir del consenso alcanzado en un procedimiento de participación ciudadana". Sin embargo, sí nos ayuda saber que, en este proyecto, nos encontramos en uno de los peldaños de la escalera que "permite a los ciudadanos recomendar o planificar hasta el infinito, pero mantiene en quienes ostentan el poder la capacidad de juzgar la legitimidad o viabilidad de las recomendaciones. El grado hasta el que los ciudadanos pueden ser apaciguados depende principalmente de dos factores: la calidad del apoyo técnico que tengan para articular sus prioridades; y hasta qué punto las comunidades están organizadas para presionar sobre esas prioridades".
Una definición de "participación ciudadana" compleja, ¿verdad? Sí, pero más rica y saludable. ¡Feliz cumpleaños, Popeye!
Eduardo Ramis es antropólogo, socio de la AMPA del IES Gran Capitán y profesor del curso "Participación de los vecinos en la solución de los conflictos urbanos" en la Casa Encendida de Madrid.
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