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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La extorsión del chaleco amarillo

Los taxistas abusan de la capacidad de chantaje que no tienen otros gremios en crisis

Imagen de un taxista en las calles desiertas de Barcelona.
Imagen de un taxista en las calles desiertas de Barcelona.Albert Garcia (EL PAÍS)

La sumisión de Emmanuel Macron a los chalecos amarillos explica el oportunismo y mimetismo con que han adoptado la misma indumentaria los taxistas españoles. No sólo pretenden identificar la iracundia y la sensibilidad de otros gremios agraviados —el efecto contagio no se ha producido—, sino aspiran a conseguir sus reclamaciones desde la intimidación y la extorsión de la calle.

La fórmula incendiaria dio resultado en París. Y el asustadizo Macron hubo de enmendar sus reformas impopulares resignado al inmovilismo, pero las calles de Madrid no alojan la tradición inmemorial de las barricadas parisinas ni ha prendido la chispa de una reacción solidaria o de un movimiento subversivo. Todo lo contrario, los taxistas se exponen al escarmiento de la impopularidad, arriesgan el desengaño de sus clientes y perseveran en el bucle de sus movilizaciones.

Puede haberlos estimulado el acuerdo que han alcanzado el Govern y los taxistas barceloneses. Muy apretado, es verdad, pero ilustrativo del ejercicio de fervor identitario e iconográfico que la administración catalana otorga a la tradición del taxi. Ada Colau, por ejemplo, se ha erigido en madrina de los taxistas. Y ha avalado desde la alcaldía más garantías de las que ha prometido el presidente Torra. 

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Es la razón por la que amenazan con marcharse las VTC canónicas. Cabify y Uber emigran de Barcelona conscientes de la resistencia política y administrativa al imperio de la tecnología y al paradigma de la cultura asociativa. Colau y Torra observan al taxista como un símbolo de hábitat genuino tanto como recelan de las intoxicaciones cosmopolitas. Tratan de preservar la pureza de la idiosincrasia, igual que sucede con el rechazo enfermizo al turismo. La megalópolis, Barcelona en este caso, se enfrenta a su propia inercia globalizadora, pugna contra las virtudes y sacrificios de una sociedad en transformación.

La administración —catalana o madrileña— no puede sustraerse a su papel regulador ni debe condescender con los abusos del mercado, pero no ha de someterse a la coacción del chaleco amarillo ni se puede generalizar en la tutela de los anacronismos. Se amontonan las crisis gremiales. Decaen oficios antaño insustituibles. Los robots repueblan el mapa laboral. Y se prefigura el consenso de la renta universal como remedio al desasosiego de la economía agraviada.

Se ha probado con resultados más o menos contradictorios en Finlandia, pero se antoja más sensato y estimulante aceptar la nueva realidad —hay más oportunidades que argumentos al pesimismo— que discriminar el paternalismo entre los sectores que pueden hacer daño -los taxistas se han propuesto paralizar Madrid- frente a aquellos que carecen de medios de intimidación. Ya le gustaría a uno que no se cerraran los quioscos.

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