El activismo se ha convertido en una guerra de guerrillas (y la estamos perdiendo)
Un ensayo denuncia la incapacidad de la izquierda para ofrecer una visión de la nueva sociedad
Hace unos meses fui testigo de una polémica acerca del derecho de las personas blancas a representar un papel relevante en las reivindicaciones que afectan a los llamados colectivos racializados. Un argumento legítimo y pertinente –que el liderazgo recaiga en los verdaderos protagonistas– se pasó de frenada hasta derivar en el linchamiento en redes de una amiga que se dedica profesionalmente a defender la igualdad y la diversidad, por blanca que sea. El resultado fue que ni ella ni unos cuantos más asistimos en Madrid a una manifestación anual contra el racismo que corre el riesgo de convertirse en un club cerrado.
Recordé la anécdota leyendo estos días un libro que me ha parecido esclarecedor. Se trata de El regreso liberal: Más allá de la política de la identidad (Debate, 2018), del ensayista Mark Lilla. La tesis del libro es simple: la fragmentación identitaria ha convertido la causa de la izquierda en una acumulación de movimientos sociales, antes que en una visión comprehensiva y transformadora que inspire y arrastre a los electores tras ella.
La tesis es arriesgada y polémica ("supremacista", según la calificó una colega de Lilla en Columbia), pero es innegable que se hace preguntas que deben ser contestadas si realmente queremos cambiar esta sociedad.
El argumento está planteado en los Estados Unidos y contrapone el New Deal y sus coletazos a la actual etapa neoliberal inaugurada por el reaganismo. Pero los paralelismos con la Europa contemporánea son evidentes. Donde antes hubo una narrativa común que se tradujo en uno de los cambios sociales más profundos de la historia, hoy somos testigos de la suma de reivindicaciones parciales de minorías –y de una mayoría, la de las mujeres–. Como en una guerra de guerrillas, todas estas causas tienen plena justificación en sí mismas, pero carecen de un relato consistente que las conecte para proporcionar una visión alternativa de la sociedad.
El problema es que la adscripción identitaria podría haber derivado en un debilitamiento de la conciencia política colectiva. Es algo que observo con preocupación en la generación de mis hijos: yo soy un/a activista, pero solo de los asuntos que me competen. Paradójicamente, dice Lilla, la hiperfragmentación identitaria en sexos, razas o culturas puede ser una forma de individualismo tan poderosa como la más capitalista.
Si hablamos de España, añadan ustedes a este cóctel el galimatías de las identidades territoriales. El conflicto catalán ha dividido a los progresistas de nuestro país entre quienes han decidido que España es irreformable y quienes pensamos que el independentismo es una traición a la causa común. Sea como sea, la casa queda sin barrer y a merced de otra identidad creciente, abrumadora y tóxica: la del ultranacionalismo español.
En el contexto político actual, este dilema adquiere tintes dramáticos. Estamos a pocos meses de unas elecciones en las que el populismo de derechas puede hacerse con ayuntamientos, comunidades autónomas y el Parlamento Europeo. Tal vez incluso con el gobierno de la nación. Frente a esta situación, cada una de las batallas parciales es irrenunciable, pero estamos obligados al mismo tiempo a proporcionar una narrativa política común, transformadora: el relato de la equidad social dentro de los límites planetarios; el de fronteras más abiertas y países más prósperos e integrados sobre la base de los derechos de todos los trabajadores; el de la igualdad plena entre mujeres y hombres, y el de la diversidad como valor; el de la democracia participativa y la descentralización inteligente de la toma de decisiones.
¿Ven ustedes algún partido o coalición política española que ofrezca esta visión y esté dispuesto a arriesgarse electoralmente y ceder para alcanzarla? Yo tampoco.
Tal vez haya esperanza en conceptos como el New Deal verde, impulsado en EEUU por la congresista Ocasio-Cortez. Es una versión política del argumento académico de la Economía del Dónut. En todo caso, Lilla defiende que lo que hagamos debe estar construido sobre una concepción contemporánea de la ciudadanía. Un orgullo colectivo que no entiende el patriotismo o las identidades propias como el ensimismamiento gregario, sino como el ejercicio de la responsabilidad frente a otros, también los de fuera. Y que sea capaz de incluir a quienes comparten la aspiración de cambio, aunque discrepen de alguna de sus partes.
Lo dicho: preguntas que seben ser contestadas.
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