Juego de máscaras
Hay veces que incluso los políticos dejan de comportarse como polichinelas para ofrecer su cara más noble
En un lejano artículo publicado en este periódico, y ahora rescatado en sus Páginas Escogidas (Literatura Random House), Rafael Sánchez Ferlosio define memorablemente el fariseísmo como el hábito de construir la bondad propia con la maldad ajena. Una práctica frecuente en tiempos como el nuestro, de exasperante moralización de la conversación pública, donde genera mayor rendimiento tener la virtud serigrafiada en una camiseta o colgada en el muro de Facebook que en la cabeza o el corazón. Pero no hay de qué sorprenderse. En su clásico libro Vicios ordinarios, un tratado sobre las pequeñas vilezas en el mundo moderno, Judith Skhlar nos advierte de que la democracia pluralista es un sistema donde hipócritas y antihipócritas se intercambian los papeles de continuo. Exponer la hipocresía del rival se convierte así en el arma predilecta de la esgrima democrática, que no es un juego de tronos, sino un juego de máscaras, donde el juego consiste en quitarle la máscara al oponente intentando que no se caiga la propia.
He aquí el tinglado de la antigua farsa, podríamos decir recitando a Jacinto Benavente. Los ciudadanos, sentados en el auditorio, lo sabemos y toleramos, aunque a veces nos cueste reprimir una sonrisa maliciosa. Por ejemplo, estos días previos a la formación del nuevo gobierno andaluz. Como sabemos, la investidura del presidente se hará con los votos de Vox, un partido de derecha radical, algunos de cuyos planteamientos se sitúan extramuros del consenso constitucional. Tal circunstancia es utilizada por el PSOE para atacar con grandes aspavientos a PP y Cs. Ocurre, sin embargo, que el PSOE se halla en idéntica situación respecto de sus apoyos parlamentarios en el Congreso, y algunos dirían que peor: partidos independentistas con líderes fugados que no hace mucho protagonizaron un ataque al orden constitucional, por el cual no muestran ningún remordimiento. No es fácil explicar esa incoherencia.
No es cierto, por lo demás, que debamos conformarnos con este estrafalario estado de cosas. Porque no todo es farsa en la farsa, por seguir con Benavente. Hay veces que incluso los políticos dejan de comportarse como polichinelas para ofrecer su cara más noble, relegando por un momento su sectarismo. Si es cierto, y no mera afectación, que los partidos constitucionalistas que abarcan a la mayoría de los votantes —PSOE, PP y Cs— viven con preocupación la emergencia de extremos a lado y lado, no tienen más que prestarse lealmente sus votos, cuando la ocasión lo requiera, para cegar la influencia de los extremistas. Al fin y al cabo, la exposición de la hipocresía sirve para revelar que hay algo, unos valores profundos, que censores y censurados comparten: un hondo compromiso que unos y otros se acusan recíprocamente de haber traicionado, pero que existe y no se acaba, ni debe acabarse, cuando la farsa partidista acaba.
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