Restitución del fariseo
El retrato del fariseo se ha desvaído mucho con el tiempo. El público ya no reconoce ahí propiamente una figura, sino apenas un contorno corrido y sumario, donde el afán constante de suplir todo trazo perdido con rasgos de parientes, por cercanos que sean, ha acabado por volver a fundir en el género próximo aquella especie bien diferenciada. «Fariseo» da a entender hoy muy poco más que « hipócrita », y aun ese poco es comúnmente vago e irrelevante. Y, sin embargo, una cosa tan saliente como el engañarse a sí mismo -por ambigua y paradójica que sea la naturaleza de este engaño-, mientras no encaja en absoluto en la figura del hipócrita común («convencional», como diría un periodista), ha de mostrarse, en cambio, rasgo inevitable en la genuina fisonomía del fariseo, pues la comedia de la hipocresía común tiene por escenario la conducta pública y la del farisaísmo tiene por escenario el corazón. En la parábola, en efecto, el fariseo se manifiesta a solas, ante el altar de Dios, pero ¿seguirá acaso comediando el hipócrita común cuando nadie le vea o, lo que a estos efectos es lo mismo, cuando únicamente le vea el omnividente? Expresiones evangélicas más inespecíficas, corno el metafórico dicterio de «sepulcros blanqueados», han debido de ser lo que, prevaleciendo en la atención del público sobre la parábola, ha dejado despintarse las precisas facciones de nuestro personaje; pero éstas signen ahí, en la parábola, recogidas con certera agudeza psicológica en el dato que se basta por sí mismo para configurar toda una personalidad moral entera y veraz, como es la del que específicarnente debería llamarse fariseo y para permitirnos restaurar su prístino retrato: «Te doy gracias, Señor, porque no soy como los otros hombres..., porque no soy como ese republicano.» En la esencia moral del faríseo están la relación, la comparación y la autoedificación por contraste. El fariseo puede, pues, definirse como el que construye su bondad o santidad con la maldad o iniquidad ajenas. Necesita del malo y lo cuaja ontológicamente en el aire con una sobrehumana maldición, para constituirse él, por contraposición, en bueno.Uno de los ataques de farisaísmo más desmedidos que conozco es el que estalla en las conciencias de los franceses a raíz de la guerra de 1914 con su victoria y armisticio de 1918-1919. De 1919 esjustamente aquel texto de Max Weber en que, sin alusión explícita, pero indudablemente asqueado ante el espectáculo de la inconmensurable autoglorifícación y autosantíficación francesa sobre la doblegada cerviz de la perfidia «boche», llega no digo a profetizar por arte de adivino, sino a vislumbrar por simple perspicacia el remake de 1940-1945: «Todo nuevo documento que tras decenios aparezca hará alzarse de nuevo el indigno clamoreo, el odio y la ira, en lugar de permitir que, al menos moralmente, la guerra hubiese quedado enterrada al terminar, Esto sólo puede conseguirse mediante la objetividad y la caballerosidad y, sobre todo, mediante la dignidad. Nunca mediante una "ética" que, en verdad, lo que significa es una indignidad de las dos partes.» Y en otro lugar: «Si hay algo abyecto en el mundo es esto, y este es el resultado de la utilización de la "ética" como instrumento para «tener razón». Ciertamente, frente a las extremosidades del farisaísmo patriótico francés, no sería hipérbole hablar de demencia colectiva. ¿Toda guerra reduce a los humanos a parejos estados de miseria moral e indignidad, a tales grados de regresión espiritual? Es bastante asombroso que el final de toda guerra suela considerarse como un amanecer, como el mejor momento para que un pueblo emprenda una nueva vida, cual si la guerra fuese un capital de vigor y de moral acumulado. Creo que esta misma sugestión expresa justamente hasta qué punto una guerra es también moralmente destructora. Acaso en la moral todo renacimiento es regresión. La guerra es el momento de plenitud, de exaltación y euforia de los pueblos, de su autoafirmación y cumplimiento, pues el antagonismo es la raíz de toda identidad. Los helenos sabían candorosamente bien lo que es el ser, la identidad de un pueblo, cuando por toda carta de identificación proclamaban los nombres de sus grandes jornadas victoriosas: «Nosotros somos los de Maratón y Salamina, los de Platea y Micala.» Identidad es negación, execración y destrucción del otro; y el otro es siempre el malo sobre quien se expulsan y proyectan todos los propios demonios interiores. La ingenuidad idílicarnente racional del economicismo marxista y no marxista, que mira las guerras como conflictos de intereses, sobrevuela como un factor superestructural lo que está en la estructura de la guerra misma: su poder catártico, su poder purificador y santificador, la inmensa gratificación moral que la guerra es capaz de ofrecer a la conciencia individual y colectiva de pueblos empedernidos en la concepción expiatoria de la existencia. De aquí la destrucción y la degradación moral que inevitablemente parece suceder a toda guerra, la regresión a la niñez -siempre sentida como rejuvenecimiento-, la vuelta a Caperucita y el lobo feroz, al punto cero de la experiencia moral: aquel en que el bueno y el malo aparecen absolutizados y encarnados como figuras ontológicas. Y así el farisaísmo; Weber no dice esta palabra, pero creo que lo que él llama «utilización de la ética como instrumento para tener razón» coincide bastante bien con lo que yo describo como «construir la propia bondad con la maldad ajeria».
El escándalo es el momento crucial del fariseo, su apoteosis. Tengo la sensación, tal vez equivocada, de que un caso de escándalo sinceramente ofensivo y doloroso es algo cuyo recuerdo se ha perdido en la noche de los tiempos, pero sólo un escándalo así dejaría de ser farisaico. El escándalo que hoy nos es dado a conocer es algo, por el contrario, inmensamente placentero. El número del escandalizado es ya una pieza de muy acrisolada acuñación: se trata de rebajar lo más posible la propia expectativa, para aumentar a tope el desnivel entre lo que se espera y lo que se recibe, a fin de degustar la enormidad que se nos cuenta como la sacudida de un licor que tumba para atrás; el canónico repertorio de los «no me digas», los «estás brorneando», los «increíble», «inaudito», «monstruoso», con su corte de gesticulaciones, es el prosit con que se apura y saborea el enérgico y vigorizante elixir del escándalo. Es natural que quien hace su bondad de la maldad ajena sienta una auténtica ola de fruición a la noticia de una nueva infamia, que no viene sino a adornar con un destello más la aureola de su propia santidad. El fariseo es un bueno cuyas acciones suben cuanto más bajan las de ese eterno otro puesto enfrente por correlato necesario de su propio ser. Su bondad es un globo que se hincha y magnifica con el aire insuflado por el fuelle de la maldad ajena en el vacío interior de sus entrañas. Por eso acude ávidamente a cargarse de razón al surtidor de la ajena iniquidad.
El fariseo es enemigo de la ambigüedad moral de la persona, propia de la noción cristiana de pecador, y se arrima más bien a las concepciones calvinistas. A pesar de eso, contradictoriamente, tampoco admite paliativo alguno que medie el albedrío y atenúe la plena inculpación. Así, no quiere ni oír hablar de circunstancias sociales con respecto a la culpabilidad del delincuente público, lo que, al fin, no dejo. de ser, por otra parte, congruente con la utilización de la ética como instru
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mento para tener razón; o sea, para edificar la convicción de la propia santidad, pues si reconociese cualquier mínimo origen sociológico para las compulsiones delictivas no podría cerrarse a la evidencia de que también la honradez del hombre honrado es una compulsión socialmente condicionada, sin que quede memoria de un acto de elección o de un momento de albedrío, si es que los hubo realmente alguna vez.
El peculiar farisaísmo, casi profesional, de la política se ve en la inclinación a acreditarse y a recomendarse al público no por la cualidad, sino por la identidad antagónica en la lucha. El contra quién, ni siquiera el contra qué, suele ser para el público la más segura y fiable de las definiciones. Ya podría un político explayarse en describir por cualidad las cosas que propugna, que mientras no se atribuyese un signo de facción en la contienda, o, al menos, definiese su propósito por nombres de cualidad cuajados consagrados como ticks de reconocimiento antagonístico, seguiría siendo para muchos un político ambiguo, escurridizo, poco claro. Embargado por la preocupación de reiterar cada día el testimonio de su adhesión y su rechazo, imaginando acaso que el mero antagonismo sustenta y salvaguarda la diversidad, el político va aprendiendo a regirse por, contraposiciones y, en realidad, perdiendo percepción para la cualidad y la diferencia. Hace algún tiempo, un conspicuo socialista, teniendo probablemente en su fuero interno definido a, Antonio Machado, a partir de su. identidad antagonística -y, portanto, de una vez por todas-, como uno de los suyos, hablaba en un artículo de «forjar la España, del cincel y de la maza, que quería Machado»; donde se ve cómo la cualidad llega a desvanecerse a la. mirada de los que se gobiernan. por el antagonismo y se confían a. la identidad, ya que el famoso pasaje de «la España del cincel y de la maza» y de «el pasado inacizo de la raza» es justamente el más fascista de todos los pasajes; de Machado; «fascista» no en el lato sentido o sinsentido acuñado para insulto, sino en otro muy específico y característico: el de la concepción de los hombres y los pueblos como instrumentos de grandeza histórica. Con todo, las actuales izquierdas españolas no han abusado del farisaísmo connatural a la política tanto como se habría esperado de su comportamiento en la clandestinidad. El intento de hacer «un proceso al franquismo» -intento típicamente farisaico, por cuanto sólo parece poder buscar el encarecimiento por contraste de la bondad de los nuevos ocupantes- no logra despertar, por lo que se me alcanza, mayores entusiasmos. Es en la llamada ultraderecha donde no se elabora ni se ingiere otro alimento que el plato único de la perfidia ajena, como la sopa negra de los espartanos. Apenas quedan indicios residuales de la predicación de cualidad; casi tan sólo se dice ya sí o no, como Cristo nos enseña y como corresponde al laconismo militar de nuestro estilo. O, más bien, sólo no, pues el acto di? afirmación, que les es tan característico, carece de luz propia, y el efecto óptico de un resplandor sólo se logra llevando al absoluto la negrura de las tinieblas exteriores. Al propio tiempo, y para el mismo efecto, el límite divisorio tiene que ser neto, sin graduación alguna, de suerte que los otros tienen que ser todos igualmente otros, igual de absolutamente otros y execrables: hay que hacer un abismo. Por eso necesitan sentirse rodeados de conjuras, de insidias, de traiciones, de traidores, enanos, gusanos, sapos, ratas, ratas bípedas (Señor, ¿cómo no habrá si quiera alguna rata o sapo que sean casi un ratón, casi una rana?), ciénagas, lodazales, muladares, alcantarillas, cloacas, moncloacas, que uno no sabe qué encuentran todavía en España a amar, como no sea a sí mismos y a su propia fabulación y alegoría. (Por cierto, que esta espléndida floración conceptual de la nueva intelectualidad de derechas española no resulta de rápida y fácil asimilación para mentes más sencillas y menos preparadas y aún da lugar a pequeñas confusiones, como la de un corresponsal de la presse du coeur de El Imparcial, que escribía que España se había vuelto «una alcantarilla de cloacas».) Necesitan sentirse solos, porque sentirse solos es sentirse únicos, los únicos legítimos, los únicos verdaderos, fuera, al aire libre, en vigilia tensa y fervorosa, arma al brazo y en lo alto las estrellas, puros y elegidos, nítidos y erectos, verticales y exactos...
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