Cifras que indignan, palabras que ofenden
Orientemos nuestras energías en lograr que los poderes públicos inviertan más recursos en luchar contra la violencia machista
No es la combinación ganadora de un juego de azar: 52, 54, 55, 60, 49, 51, 47. No. Son mujeres y están muertas. Mujeres que desde 2012 hasta 2018 han sido asesinadas por sus parejas. Las mataron porque eran mujeres. Las mataron porque creían que eran suyas. Hablamos, por tanto, de violencia machista. Resulta sorprendente que las cifras vergonzantes que, año tras año, contabilizan cada una de esas muertes no sean suficientemente elocuentes como para dar nombre a una realidad. Imagino que los estándares de lo políticamente correcto no permiten invitar a quienes se soliviantan por esto de la violencia de género a contar. Cuando contemos 52, 54, 55, 60, 49, 51 o 47 hombres asesinados en los últimos años a manos de sus mujeres habrá razones para adjetivar la violencia como intrafamiliar. Mientras tanto, tratemos a lo que no es igual de forma distinta. No perdamos energía en debates superados y orientemos nuestras energías en lograr que los poderes públicos inviertan más recursos en luchar contra la violencia que se practica contra las mujeres por el mero hecho de serlo.
Empoderar, sororidad, patriarcado… Seguro que nuestro lector ha oído, leído o, incluso, utilizado estas palabras. Cuando las usamos, contribuimos a visualizar una realidad de desigualdad que difícilmente resulta ya sostenible. También sirven para posicionarnos indubitadamente sobre la conveniencia de afrontar un cambio en la sociedad que deben liderar las mujeres, con el apoyo de otras mujeres. No son, por tanto, palabras neutras. De ahí que nos preocupe la hostilidad que la sola mención de estas palabras despiertan entre algunos hombres (y también mujeres). La misma aversión que suscita, en algunos colectivos, una reivindicación asertiva del discurso feminista. Por alguna razón que valdría la pena analizar, la igualdad entre hombres y mujeres todavía no es considerada un eje vertebrador de la calidad democrática del sistema, sino más bien una tendencia que quienes no la comparten trabajan para discutirla y reemplazarla de la agenda política.
Si damos por válido todo lo expuesto, no estaría demás obligarnos a responder, al menos, a las siguientes dos preguntas. La primera: si las cifras no molestan lo suficiente para impedir, por sí mismas, que se reabra un debate como el que proponen quienes niegan que sea machista la expresión más abyecta de violencia contra la mujer, ¿con qué argumentos blindamos el consenso en torno a la violencia de género? La segunda: si las palabras propias de la causa feminista ofenden tanto que su sola mención desvincula a muchos hombres de cualquier simpatía hacia el imperativo de la igualdad, ¿cómo ensanchamos los apoyos contra cualquier expresión de desigualdad contra la mujer? No sé ustedes, pero yo tengo claro que la respuesta no puede articularse ignorando las cifras que indignan, ni despreciando las palabras que, en sí mismas, tanto reivindican.
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