El libro que falta (y debería estar) en las listas de los mejores del año
Recomendación y elogio de 'Ahora me rindo y eso es todo', de Álvaro Enrigue
Viajo en silencio, en el tren que me lleva a Barcelona. A mi lado una pareja se acomoda para hablar, junto a la ventanilla, “mirando al paisaje”, le dice el hombre a la muchacha. Les digo que en este vagón, según la convención señalada en los propios asientos, no se puede hablar. Él me dice: “Es que vimos que usted estaba leyendo”. Hubo un silencio, esta vez impuesto por las circunstancias. Y el hombre añadió: “Así que le molesta que hablemos”.
Entonces me puse a escribir; acaso esto, pensé, les convenza de que la concentración es uno de los valores que dimanan del silencio. A veces paseo por estos trenes tan veloces y eficaces; cuento el número de pasajeros que va leyendo libros de papel, pues no se pueden cuantificar como lectores de libros los que leen en ordenadores o en tablets: estas personas pueden estar escribiendo correos o estableciendo cuentas u otros procesos que no tienen que ver estrictamente con la lectura literaria.
En un tiempo (y aún, pues su eco se ha ido haciendo más grande a medida que se ha agigantado el boca a boca) muchos de esos lectores de papel (se dice ya, “yo soy lector de papel”) iban sosteniendo el considerable volumen que guarda Patria (Tusquets), la impresionante novela de Fernando Aramburu, que ya es veterana en las estanterías. En las distintas estancias del tren se puede observar ahora, sobre todo, Ordesa, la muy leída novela reciente de Manuel Vilas. Igual que Patria es una emocionante historia colectiva que proviene de una experiencia que afectó, uno por uno, a muchísimos individuos del País Vasco, esta historia tan personal de Vilas, que es solo suya y de los suyos, afecta a numerosos individuos de cualquier sitio, no solo de su familia. Pues la literatura y su eco suponen eso, que algo que pasa en Ordesa, en un pueblo de San Sebastián o en San Petersburgo o en Las Palmas de Gran Canaria, es también nuestro, de nuestra propia vida, detiene o prolonga nuestro aliento particular, singular, ensimismado.
Así que ahora, mientras esta pareja me mira escribir como si leyera y ellos a su vez se escriben hacia adentro sus particulares paisajes, algunas personas irán en los distintos vagones del tren leyendo un libro o, en algunos casos, imaginándolo. Alguno de ellos se habrá dejado llevar por las listas de las librerías y de los periódicos y explorarán los más vendidos o los más sugeridos, y estarán tratando de calibrar si la recomendación ha sido una sugerencia leal para sus gustos o para sus emociones. El libro que más me influyó en un tiempo, y todavía, lo encontré tras un examen de Filosofía con don Emilio Lledó saliendo de una guagua en La Orotava, Tenerife. Me gustó su cubierta (unos músicos negros reían y tocaban) y su lectura sin freno cambió mi vida. Era Tres Tristes Tigres, de Guillermo Cabrera Infante.
Así que los libros vienen porque sí, como los amores o las deudas de amor, y a veces sirven para distraernos de contrariedades de ese género, e incluso para acentuarlas, pues hay poesía (aquí llevo, en mi maleta, la poesía de Alejandra Pizarnik, para el viaje de vuelta) que te cambia la vida o te la aposenta, y hay novelas, como aquella del extraordinario cubano, que te hace ya respirar de otro modo por las heridas de la vida adulta.
A Cabrera Infante, por cierto, como a Francis Scott Fitzgerald, le gustaba burlarse de las listas, instrumentos que sirven para igualar asuntos u objetos, y escribieron de ello. Esta tradición de las listas de libros más vendidos o mejores tiene sus trampas, porque a veces son de cartón; en la Feria del Libro de Madrid tuvieron que quitar las listas (de los más vendidos) porque editores que se conocían los trucos hacían lo que les daba la gana con los datos y confundían al personal explicando que tal libro había vendido cinco mil ejemplares cuando ni en toda su edición iba a alcanzar tamaña cifra.
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Así que, con el permiso de los colegas que hacen listas y se las creen, y también de los que hacen listas y no se las creen, siento explicar mi escepticismo. Me gusta escuchar hablar de libros, para comprarlos luego, me gusta escuchar los propios libros, hasta que a las veinte páginas ya producen la sensación de haberse cansado a sí mismos; y cuando pasan los libros ese rubicón los abrazo como amigos.
Entre los libros que he abrazado últimamente hay uno muy querido, y muy insólito, que falta en todas las listas; no culpo ni a los críticos ni a los libreros ni a nadie, pues, como aconsejaba Julio Cortázar, no se culpe a nadie debe ser un lema de la vida, pero me culpo a mí mismo por no haberlo recomendado más. Ese que no está en las listas es Ahora me rindo y eso es todo, de Álvaro Enrigue (Anagrama).
Enrigue, de la estirpe de Jordi Soler, su hermano, autor de la muy querida Los rojos de ultramar, nació en México en 1969. Enraizado allí con su familia de catalanes, es uno de los grandes narradores mexicanos y, sin duda, un preclaro ejemplo de la buena prosa que, allí y en otros lugares de América, propician las buenas lecturas. Lo vi algunas veces en las ferias literarias variadas, pero nunca lo había escuchado hablar, hasta que el muy generoso profesor, y novelista, mexicano Rubén Gallo me convidó en Nueva York a una cena en la que estaba él. Me sorprendieron su cálido humor, su memoria, su capacidad para contar, y me culpé de no haberlo leído.
Al regresar a Madrid tomé de la estantería de libros que no estaban en mi lista ese Ahora me rindo y eso es todo. Lo leí viajando luego a México, a la Feria de Guadalajara, donde, por cierto, él presentaba esa novela. Como me pasa en los trenes, cuando descubro alguna joya, me dieron ganas de levantarme para explicar a mis convecinos del aire qué iba leyendo y por qué me pareció tan fresca la historia (ocurre en la frontera de México con Estados Unidos, cuando aquello era un paisaje político, y humano, diluido) y tan novedoso el lenguaje, tan propio, tan distinto a lo que es convencional en las novelas que tienen, no las culpo, no se culpe a nadie, principio, nudo y desenlace. Esta de Enrigue está llena de nudos, muchos de ellos de la vida del propio autor, a veces risueño, a veces triste. Cuando acabé de leerla y me encontré con colegas del oficio les hablé de ella. Siempre observo como cierto desdén cuando recomiendo, y ahí sí me culpo a mí mismo: las novelas son para leer, contarlas es cosa de las solapas. En algún momento sentí, en todo caso, que me miraban como si Enrigue fuera mi hermano y no tan solo el hermano de Jordi Soler, y pensé que era mejor recomendarla aquí por escrito esperando que algunos de los transeúntes de los trenes de las lecturas pendientes lo incorporen a una lista en la que no ha salido esta novela fresca como la brisa y la sangre que describe.
Ahora que termino de escribir no sé si esta pareja del tren, que dormita, tomará como un aviso de que ya puede hablar el silencio propio del teclado. Pero en algún momento ya les diré que lean este libro de Enrigue; les hará mirar más allá del paisaje.
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