Un aviso: lean a Ignacio Aldecoa
Alfaguara reedita los 'Cuentos completos' del escritor, obra magna del relato español contemporáneo
La primera fotografía que vi de un escritor fue la de Ignacio Aldecoa, sobre la mesa vacía, oscura, de madera suave y potente, de un abogado de Santa Cruz de Tenerife.
El abogado era don José Arozena Paredes, que a aquellas alturas de la vida prefería leer a tener pleitos. En el único lugar habitado de la mesa tenía un cuadro pequeño desde el que lo miraba un hombre aún joven, perfectamente rasurado, al que él veneraba.
Aldecoa había pasado por Tenerife, y había estado en todas las islas Canarias, aunque su puerto de recalada, de él y de su alma, era la isla de La Graciosa. Temporales personales lo llevaron a guardar allí sosiego y escritura, y a las otras islas también fue por lo mismo, en busca del paraíso, esquivo objeto del deseo o la melancolía.
En su paso por Tenerife, Aldecoa se había hecho amigo de Arozena y de Domingo Pérez Minik, mi maestro, entonces y siempre crítico literario de Ínsula. Aldecoa dejó en ellos una profunda huella, de la que el ilustre abogado presumía también mostrando ese retrato, que es mi primera memoria física de la literatura.
Ignacio Aldecoa murió a los 44 años, como Francis Scott Fitzgerald. Fue una muerte repentina, un desastre en el alma de la literatura española, que en 1969, la fecha de su fallecimiento se acunaba en los rumbos del realismo social, o socialista, que alentaba no sólo aquí sino en varios países de Europa.
Dejaba atrás el escritor vitoriano una obra bastante más larga que lo que podría haber sido razonable a su edad. Ángel Fernández-Santos, su amigo, me contó muchas veces las últimas horas que vivió con Ignacio, cerca de la calle Vallehermoso, hablando de manuscritos pendientes, de cine y de literatura, los dos sentados en el pretil de una acera que olía a vino y a manises.
Todo lo que supe de él, naturalmente, fue de oídas, pero todo fue potente y cercano, pues ese hombre no sólo dejó una huella enorme en su familia directa, su mujer, Josefina, y su hija Susana, sino en sus más cercanos amigos, entre ellos los citados amigos canarios, además de Ángel Fernández-Santos, cuya escritura, certera, afilada como cuchillos, forma parte del mismo universo.
Cuando se produjo su muerte La estafeta Literaria le dedicó a Aldecoa un imponente homenaje, presidido por un artículo de su amiga Carmen Martín Gaite. La magnitud de la tragedia la llevó a considerar esa muerte como un aviso (así lo tituló: Un aviso: ha muerto Ignacio Aldecoa) que alertaba contra las ilusiones de inmortalidad que pueden hacerse los escritores, o cualquiera, a esa tan temprana en la que se produjo para Aldecoa el aldabón final, ese terrible aviso.
Luego Aldecoa ya fue leyenda, libros que siguieron su rumbo hasta ese relativo olvido en que la literatura se mueve para poner en el limbo también a los mejores. Años después, a mediados de los noventa del último siglo, la persistencia de Josefina Rodríguez, llamada Josefina Aldecoa para la escritura que ella misma abordó, devolvió a su marido al primer plano del que nunca debió desaparecer. Y lo hizo con una recopilación que devolvió a este rey del cuento, de la historia corta, al sitio que le correspondía.
Por entonces Carmen Martín Gaite pronunció una memorable serie de conferencias sobre el tiempo de Aldecoa y sus amigos. Fue en la Fundación March, Carmiña la tituló Esperando el porvenir (por una canción que ellos cantaban cuando se juntaban: “Sentadito en la ventana esperando el porvenir/ y el porvenir no llega”) y tuvo el carácter de un imán: se llenaba cada día el salón de la March, y ella hablaba como si en cualquier momento fuera a aparecer Ignacio a abrazarla o a contradecirla. (Siruela publicó en un bello libro ese ciclo de Martín Gaite: leerlo no es una recomendación, es una aviso).
En aquel tiempo ya Aldecoa volvía a ser un nombre común, y no sólo en las tertulias de los que fueron sus contemporáneos, como Rafael Azcona, Javier Pradera o Medardo Fraile. Con ellos hablé para un documental que hicimos con Miguel García Morales, joven cineasta canario, con el que viajé por todas las islas que fueron la patria de Ignacio a principios de los años sesenta del siglo XX. Ya Aldecoa no era sólo una fotografía en la mesa sin trabajo de don José Arozena Paredes sino el autor de Parte de una historia (el libro que se desarrolla en La Graciosa) o Con el viento solano, sino, sobre todo, el escritor de los cuentos más perfectos que dio la literatura española de su siglo.
Sus Cuentos completos, prologados por Josefina, aparecieron en Alfaguara en 1995, con una foto de portada en la que a Ignacio se le ve en Nueva York, en uno de sus felices viajes, siempre con aquella mujer de mirada marcada por la vitalidad y la nostalgia. Ella nunca se atrevió a ir a La Graciosa, el lugar en el que su marido había buscado los frutos de una paz dubitativa: se quedaba, como Susana, en Lanzarote, mirando desde el Mirador del Río hacia esa lengua de arena que constituye ya un símbolo de los pasos en la tierra de este extraordinario cuentista.
Ahora reaparece esa obra magna del relato español contemporáneo, otra vez en Alfaguara, la editorial que la rescató. Otra vez con el prólogo de Josefina, con añadidos que permiten saludar de nuevo la maestría de Ignacio Aldecoa. Y con una fotografía en la portada que ya no es aquella tan inmensamente feliz del escritor en la patria de Scott Fizgerald, con quien tanto me gusta relacionarlo.
Ahora la portada es tan solo su cara rasurada, pensativa y risueña, esperando el porvenir acaso. Es la misma fotografía que yo veía casi a diario sobre la mesa de don José Arozena, el abogado sin pleitos que le rindió homenaje como si se le hubiera muerto dios o un hermano.
Un aviso: lean a Ignacio Aldecoa.
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