El amor de todos los veranos
Asocio la lectura a esta época del año, esa primavera pegajosa, de soles cegados por las nubes grises del Atlántico, era la luz de mis lecturas, en los barrancos y hasta en las calles
La primera vez que me fijé en un poema para memorizarlo fue If, de Rudyard Kipling. Los sesenta segundos que te lleven al cielo.
Me persiguieron esos versos toda la vida, desde los doce años. En aquel momento sentí el impulso de reescribirlo, en la traducción de Miquelarena, aquel al que parece que Ortega y Gasset le dijo, ante la exposición bárbara de los pobres hacinados en una estación de trenes, “Qué país, Miquelarena”. Y lo reescribí en la superficie más blanca que había en la casa, la mampostería encalada de la puerta.
Mi madre me lo hizo borrar, y yo lo borré con la uña. La huella se quedó allí para siempre, a pesar de todos los enjalbegados, y aún hoy se pueden seguir las rugosidades amables de las líneas. Se lo comenté el sábado último al ceramista y escritor inglés Edmund de Waal, ante sus obras blancas expuestas como un regalo de su mirada sobre los objetos en el Museo de Arte Contemporáneo de Ibiza. Él acababa de escribir, en la pared inmaculadamente blanca del museo, algunas líneas que lo conducen a pedir lentitud y sosiego, “estás en una isla, tómatelo con calma”.
Esa anécdota con If, que en mi caso explica la pasión de leer, para él es la expresión de lo que pasa con la lectura: deja huella, cada palabra deja huella, y aunque luego se olviden, las palabras siguen su ritmo, blanco u oscuro, en nuestro pensamiento, se hacen parte de las reflexiones que ya luego se quedan incrustadas en nuestra mente y son el primer paso que damos en la propia vida, aquella que parece individual, hecha por nosotros mismos, pero que en realidad proviene de hechos y lecturas que reflejaban experiencias ajenas pero ya son nuestras para toda la vida, siendo tan ajenas como los libros que jamás hubiéramos escrito y que para siempre son nuestros.
De hecho, la primera lectura que hice en mi vida la hizo mi madre, y no estaba escrita ni en la pared ni en parte alguna, sino en su propia memoria escolar. Mi madre nació en la primera parte del siglo XX y sobre ella gravitaban la realidad y la leyenda de su infancia, lo que escuchaba en la casa o en la calle, o en la escuela, por la que debió transitar aún a oscuras. Pero a ella se le había quedado en la mente un suceso que me contaba obsesivamente, como si me estuviera dejando en las rugosidades de mi propia memoria esa huella que decía De Waal. Lo que me contaba era el momento en que al anarquista y educador catalán Ferrer i Guardia lo sitúan ante el pelotón de fusilamiento, en octubre de 1909. Las palabras que ahí pronunció aquel prohombre condenado a muerte se habían quedado en la mente de mi madre como en mí se quedaron, después, las palabras rasguñadas del poema de Kipling. Exclamó Ferrer, según mi madre: “¡¡No tengo miedo a la muerte. Vivan las escuelas laicas, vivan los niños!!”.
La repetición de esas palabras fue durante algunos años la lectura más insistente que hice cuando aún era un niño sin escuela y sin duda esas palabras, y lo que las constituían, son la primera parte del ideario civil que conduce mis pasos hasta ahora. Luego ya leí muchísimo, buscando acaso la continuación de esas palabras. Rudyard Kipling fue después la lectura más consistente, y a partir de ahí los libros ya fueron tangibles fetiches de mi vida.
En aquella tierra en que leí por primera vez casi siempre era verano. Esa primavera pegajosa, de soles cegados por las nubes grises del Atlántico, era la luz de mis lecturas, en los barrancos y hasta en las calles. Cuando descubrí Las inquietudes de Shanti Andia, de Pío Baroja, sentí la pulsión de leer mientras andaba de la casa a la escuela, en los caminos frondosos de mi pueblo, sobre los adoquines, bajo ese sol lechoso de todos los veranos. Julio Verne, Oscar Wilde, el padre Coloma, el más primitivo de los libros de Torrente Ballester, Javier Mariño, el Oliver Twist de Dickens, hasta llegar a las clases de don Emilio Lledó que, ante un encerado en el que a veces escribía una sola palabra como si fuera el resumen del saber o de un libro, nos devolvía el sabor de saber, la alegría veraniega de sentir que la vida era eterna si tenías palabras con las que contarla.
Asocio la lectura al verano por todo eso, la lectura transformaba los días y las noches, los hacía interminables y apetitosos, como el aroma de los primeros amores, y también de los primeros amores solitarios. El extranjero, de Albert Camus, fue un drama al sol, el encuentro con la soledad ajena y con el misterio del asesinato y de la muerte, “comprendí entonces que había roto la armonía del día y el silencio excepcional de una playa en la que había sido feliz”. “Mi madre murió ayer”, leí, “o quizá fue anteayer”. Todo lo que leí, caminando, echado en la cama, bajo los helechos que dibujaban el aire del patio, se fue marcando como una experiencia propia. Hasta que leí Tres tristes tigres, de Guillermo Cabrera Infante, y ya el festival de leer me llevó al Caribe y la geografía propia fue marcada por la imaginación y el ritmo de aquel cubano que parecía escribir bailando.
Edmund de Waal hablaba en Ibiza, ante el inmenso mural blanco en el que él pespunteaba versos sobre la lentitud y las islas, de las huellas que dejan la lectura y las cosas; lo hacía con la persistencia con la que John Berger buscaba en su cerebro, con una atención infinita, las palabras que necesitaba para culminar una idea, para saborearla por dentro como si la estuviera esculpiendo en una piedra bajo el mar. Yo no sabía qué pasaba con aquellos amores que duraban todos los veranos, que hacían que siempre fuera verano. Y lo que pasaba es que mi atención adolescente estaba enfocada sin distracciones en el gran descubrimiento, la lectura. Luego vinieron la vida, el teléfono, más tarde Internet, los teléfonos inteligentes, las urgencias convocadas por La Gran Distracción, que es la nada cotidiana, y ya no se puede leer igual, ni los veranos son los mismos. Un amigo que fue lector de aprender palabra por palabra el sabor de saber me decía compungido estos días en la Redacción del periódico:
—Ahora leo y veo que no estoy atento, que apenas anoto, que todo me está dicho como si yo no estuviera leyéndolo, como si encima de cada página hubiera un reloj dándome una noticia del mundo inmediato. Y así me pierdo la imaginación ajena que nutre mi propia imaginación. Leo y no se me queda nada. ¿Qué hago?
Le recordé a Edmund de Waal. “Baja el ritmo. Estás en una isla”.
Otro amigo me dijo luego, en la misma Redacción:
—¿Sabes? La atención que se le presta a una noticia es ahora de 35 segundos.
Sentí la pulsión, que quizá obedezca de inmediato, de volver a escribir en las paredes.
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