Donde pone las manos Monedero
El fundador de Podemos es como los aficionados al fútbol, que llegan antes a los campos para saludar por sus nombres a los jugadores; si pueden se acercan y los tocan
Hay mucho escrito sobre las manos. Raimon escribió, para cantarlo, “del hombre miro siempre las manos”. Y su paisano Manuel Vicent escribió “no pongas tus sucias manos sobre Mozart”.
Juan Carlos Monedero no sabe dónde pone las manos. Es como los aficionados al fútbol, que llegan antes a los campos para saludar por sus nombres a los jugadores; si pueden se acercan y los tocan. Son confianzudos. Y Monedero es confianzudo.
Antes de tocar a Pedro Sánchez, reluciente presidente del Gobierno, y a Soraya Sáenz de Santamaría, ya exvicepresidenta del Gobierno de Rajoy, tocó, a su manera, a compañeros suyos, a los que explicó, con la didáctica de la mano boba, cómo tenían que comportarse dentro de la organización que él fundó: calladitos. Recomienda cosas así, dicta comportamientos, como el cura que en el colegio ha sido degradado de prefecto a casi nada, simplemente porque estuvo por allí y prestó servicios en el sector claroscuro de la vida.
A Kichi le dijo de todo menos hermano, solo porque le afeó a Pablo Iglesias ciertas ostentaciones privadas. Y a Íñigo Errejón, a Carolina Bescansa, a todos los que osan irse por la cuneta que él no controla, los ha puesto a caer de la nomenclatura; ensaya el “así no” con manos libres.
Y como ahora ha habido un asunto mayor en el Congreso se fue allí como un aficionado al fútbol, a ver si pillaba cacho. Y lo encontró, claro. Los aficionados al fútbol pillan cacho porque se acercan. Y los confianzudos de la política practican igual estrategia. En este caso tan principal, se encontró por los pasos perdidos (para Monedero no hay pasos perdidos, ni monederos falsos) con Soraya Sáenz de Santamaría y le espetó lo que no haría mejor un perjuro de la democracia: se alegraba, le dijo, de que ya no estuviera por allí. Es un desavisado, primero que nada porque le estaba hablando, todavía, a una vicepresidenta que, críticas aparte, merece el respeto al menos de que le dejen intactos sus hombros, ya que el viejo lugarteniente había posado sus manos en esa parte de la anatomía de la mujer que tenía delante. Y, en segundo lugar, porque la democracia no echa a la gente como si ésta se hallara en el borde de un vertedero. El respeto al que se va, porque su partido no ha ganado, debe ser equivalente al respeto por el que viene, y esa es la grandeza de ese oficio público.
Pero a Monedero le gustan los generales victoriosos, y a ellos se acerca, como a los aficionados les gusta más poner la mano sobre Cristiano Ronaldo o Lionel Messi que sobre jugadores que ya no tienen nada que hacer en sus equipos.
Así que posó sus manos, desavisadamente, sobre los hombros de Soraya, y le dijo lo que él sabía que luego le daría crédito en las redes en las que escribe sus poesías. Acto seguido, con esos pies ligeros con los que persigue la fama que se hace de tocar a famosos, se fue en busca de Pedro Sánchez. Éste es un hombre sobrio, que hace de su discreción personal o pública uno de los avales de su resistencia, pero él insistió en atraerlo a su simpatía, echándole la mano al hombro también.
La fotografía que ilustra el rebuscado encuentro de Monedero con Sánchez podría ser el autorretrato que, como aficionado al fútbol al que le gusta el contacto físico con los jugadores, podría ponerse Monedero en el espacio que le dejan sus libros en casa. “Yo tocando al presidente”, “Yo tocando a Soraya”, “Yo reprochándole a Kichi”, “Yo diciéndole a Errejón lo que no está escrito”, “Yo, ah, yo diciéndole a Pablo que lo hizo mejor que Pedro”…
Este hombre, francamente, no sabe dónde poner las manos.
Que lea a Vicent, que oiga a Raimon.
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