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Que Rivera le haga caso a Borges y se deje de banderas

El líder de Ciudadanos ha iniciado la cruzada de himnos y banderas. Y donde anda una bandera, siempre hay detrás un ejército

Juan Cruz
Rivera, el pasado domingo, en la presentación dela plataforma ESPAÑA Ciudadana.
Rivera, el pasado domingo, en la presentación dela plataforma ESPAÑA Ciudadana.J.J.Guillen (EFE)

Jaleado por sí mismo y por la idea de que tiene razón cada vez que habla, Albert Rivera ha iniciado la cruzada de las banderas, con la que va a ir por toda España. Ya se sabe: donde anda una bandera, siempre hay detrás un ejército. Una vez dijo Jorge Luis Borges, el poeta ciego, que estaba impedido de ver otro color que no fuera el amarillo, y que en algún lugar determinado del Hotel Palace, en Madrid, existía un cristal determinado, en el espléndido techo de la cúpula, en que ese color, que es también el color del temor, le resplandecía. Bajo esa cúpula me dijo lo siguiente:

—Sólo el alma debe estar llena de banderas.

Y déjense de himnos. Responder a los himnos y a las banderas de otros es tan solo el inicio de una guerra. Imaginen ahora que a las cruces amarillas se les responde, en Cádiz, por ejemplo, con cruces de otro color, y así sucesivamente. Está España resucitando las banderas como si fueran esparadrapos de las palabras, simulacros de diálogos entre fronteras que, en las treguas, se comparten tabaco. Y habrá un día en que un niño va a aparecer desde detrás del escenario de tanta estupidez para decir que las banderas están vacías y que los himnos sólo son lágrimas de cursis.

Rivera ha tenido a bien acompañar de himno su primera exhibición del poderío rojigualda. Y antes del himno, que exclamó llorando Marta Sánchez, se sintió impelido, cual soldado de la política patriótica, a desgranar su ya conocida letanía de lo español. Es español el que no puede ser otra cosa, ya se sabe, y es español el que se siente español, que no es la consecuencia de un pellizco de cuya consecuencia se tenga que andar presumiendo. Rafael Azcona decía que, al levantarse, se pellizcaba y se sentía persona. Español se siente uno muchas veces, pero eso no es como el síntoma de la fiebre, que hay que ponerse el termómetro. Es como si yo proclamo que soy bajito: salta a la vista. Decir muchas veces que uno es español solo conduce a la barbarie, esa forma de locura que también padeció el muy bajito Napoleón.

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Dejen España tranquila, y a los españoles que sean también europeos, o latinoamericanos, o rusos, o bajitos, qué más da. ¿Es que ahora vamos a pedirles a los ciudadanos el carnet de serlo y de estarlo a la vez?

En cuanto al himno, contaré lo que ocurrió una vez en Cali, Colombia, cuando le cantaron a Mario Vargas Llosa, al que daban un premio, los himnos de sus dos patrias, y ya en esa deriva también le endilgaron los de la localidad, la región, el club, etcétera, hasta siete himnos le cantaron. Le pregunté al editor Moisés Melo, de nacionalidad colombiana, qué le pasaba a Colombia con tanto himno. Y Melo me respondió, con resignación colombiana:

—Es que Colombia vive en perpetuo estado de himnosis.

Pues Rivera ha puesto a España en esa deriva, en estado de himnosis, una situación en la que pretendió incurrir, sin éxito, su colega Pedro Sánchez, cuando inauguró su primera égida. Háganle caso a Borges, dejen que las banderas reposen en sus estandartes perpetuos u ocasionales, abandonen la idea de hacer los himnos obligatorios y sean normales como los niños, que cantan o enarbolan nubes o sueños y eso sólo si les da la gana.

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