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Dame una cueva y te daré una isla

Este martes hizo medio siglo de la primera piedra de la extraordinaria casa de César Manrique hecha bajo la lava de Tahíche en Lanzarote

Juan Cruz
César Manrique en su casa, con una calabaza en la mano.
César Manrique en su casa, con una calabaza en la mano.

César Manrique era un volcán que entró en erupción en Lanzarote hará un siglo el próximo año. Tomó la forma de un atleta del arte en la playa de Famara, donde corría “como una cabra loca” sobre una arena que ya formaba parte de su cuerpo, quiso probar las esencias del extranjero, pero se hartó de Nueva York y volvió a la isla, a reencontrarse con aquel muchacho que hizo de Famara parte de su cuerpo.

Un día, hace más de medio siglo, César se encontró con su amigo Pepín Ramírez, presidente del Cabildo de la isla, le mostró una cueva cubierta de tierra y yerbajos, le dijo que explorándola, haciéndola visible para los propios y los extraños, podría ser el principio de una nueva isla. Y sobre esa naturaleza dejada allí de la mano de Dios creó el Lanzarote que conocemos hoy.

La cueva y sus contornos fueron el principio del fin de una apariencia: que Lanzarote era un erial sobre el que tan solo nacían cardos y tunos. Muy pronto César llenó la isla de lo que inventó su mano para poner de manifiesto las bellezas que hasta entonces parecían delirios que solo estaban en la memoria que los festejaba.

El Lanzarote de César Manrique

Dejó intacta la tierra, el paisaje solo fue sobresaltado para ponerlo de manifiesto; paisajista de almas, objetor de todo lo que fuera agresión a lo que es natural, despejó en seguida el territorio de adherencias que lo afearan, e hizo de Lanzarote una de las maravillas del mundo. No hay un rincón que no estuviera antes en los sitios donde los encontró, pero a todos los resaltó para hacerlos más visibles.

Por supuesto que de su mano nacieron miradores, se convirtieron casas viejas en museos o en restaurantes, hizo de castillos arrumbados centros de arte, convirtió el blanco de las casas viejas en el blanco que ahora convierte la isla en una armonía musical tocada por la mano que nació de sus sueños.

Para hacer todo eso se quedó en la isla, y para siempre. Hizo medio siglo ayer, 2 de octubre, que César puso la primera piedra de una casa extraordinaria, hecha bajo la lava, aprovechándola, en Tahíche. Allí construyó habitaciones, estudios, piscinas naturales, pasadizos lávicos en los que podían perderse la sensualidad de la vista y del cuerpo, y se hizo anfitrión de grandes artistas, canarios o extranjeros, de arquitectos ilustres, de poetas que le dejaron allí sus versos asombrados.

Como un campesino él mismo, o como un marinero, se empeñó en convertir en realidad vista aquella profecía que le hizo a su amigo Pepín Ramíez: dame esa cueva y te daré la isla más bella del mundo.

Esa casa de Tahíche ahora es el símbolo de la modernidad que él introdujo en el suelo de Lanzarote, el edificado, el fértil, pero también el que era tomado por un erial por aquellos que creyeron ver en César a un loco que veía visiones de futuro que no podían ser nunca realidad.

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Esa casa es la sede de la Fundación César Manrique, creada por él antes de que un accidente de tráfico acabara con su vida al lado mismo de esa casa que hizo en la lava, volviendo a Haría, su última casa, más recóndita, más oscura, hecha de piedra en medio de un valle verde sobre el que el sol guarda silencio entre los palmerales. Aquel accidente ocurrió el 25 de septiembre de 1992.

La casa de Tahíche es sede desde 1988 de la prolongación de los delirios (artísticos, creativos, medioambientales, culturales) del artista más activo que tuvieron nunca las islas. La llevan adelante el presidente de la Fundación, José Juan Ramírez, el hijo de aquel Pepín que César hizo célebre como su cómplice, y su director, el poeta y profesor Fernando Gómez Aguilera. Sobre Tahíche siguen los sueños.

Allí, donde guardaba su coche, despertaba César cada madrugada, a eso de las cinco, comía higos, hacía gimnasia, lavaba el coche, era un hombre feliz que gritaba a los oídos de la política y de la pereza que había que levantarse temprano si se quería tener una isla viva, bella y decente. Esos gritos se oyen aún hoy, resonando dentro de las cuevas de Lanzarote.

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