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Columna
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Los invisibles

Lo extraño no es que cambiemos unas autoridades por otras, sino en quién depositamos nuestra confianza cuando dejamos de creer en algo

Máriam Martínez-Bascuñán
DIEGO MIR

Las democracias mueren como muere la verdad, nos repiten últimamente, y el movimiento de fondo es la erosión de los viejos guardianes, esos a los que atribuíamos la confianza para gestionar los asuntos públicos (los partidos), los que nos narraban lo que ocurría en el mundo (los medios) o los que nos explicaban cómo interpretarlo (los expertos). Los llamábamos mediadores. Pero sucede que la grieta en la credibilidad puede transformarse fácilmente en un abismo. Es, de hecho, lo que ya nos contó Orwell, y quizás se trate de un proceso histórico recurrente: los sistemas de acceso a lo real y sus viejos garantes caen para dar paso a otros nuevos. Forma parte de la pura fragilidad de las cosas.

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Lo extraño no es que cambiemos unas autoridades por otras, sino en quién depositamos nuestra confianza cuando dejamos de creer en algo. Lo hemos visto con Macron. Júpiter encarnó el sino de los tiempos erigiéndose como fabuloso hombre movimiento, vanguardia del momento de defunción de los partidos. En Marche llegaba como un torbellino para arrasar con un sistema político clientelar en un momento en el que sus viejos actores deambulaban ensimismados por los dimes y diretes de sus propios aparatos burocráticos. Preocupados por sus guerras intestinas, su vida se reducía a las corrientes internas y sus indisimuladas guerras intestinas. Habían dejado de mirar la vida y el mundo, y no merecían representarlo.

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Y sucedió que esa crisis de representación que pretendía acabar con quienes median entre la sociedad y sus instituciones fue aprovechada por los eternos hombres fuertes, que la llevaron como siempre a su terreno. Ya no pedíamos mediación sino protección; protección de alguien con quien nos identificábamos y nos hablaba llanamente, de alguien que reafirmaba aquello que sentíamos en peligro: patria, género, trabajo. Y acabamos confiando más en lo que nos decía el líder de la tribu que en las verdades pausadas de un periódico.

El paso siguiente parece ser el presentismo, cuando el puro estar se impone como la forma más radical de democracia. Es lo que sucede con los chalecos amarillos, dice Pierre Rosanvallon: interpretan cualquier forma de representación como una traición. Nadie puede hablar por ellos, no digamos negociar o mediar por ellos. Pero esto que algunos ven como el cenit de la democracia implica un paso más hacia la ruptura de nuestro mundo común: se deshacen los esquemas compartidos de las ideologías, los partidos o los medios de comunicación. Solo quedan las vivas emociones de aquellos que, sintiéndose invisibles, han salido de las sombras exigiendo que nadie los represente. ¿Será esta la nueva cacofonía de los tiempos?

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