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Columna
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Andalucía

El cine hecho en la región acumula títulos estupendos en la última década sin ponerse trascendente, quizá porque transcurre a la intemperie

David Trueba
Fotograma de la película 'Entre dos aguas' de  Isaki Lacuesta
Fotograma de la película 'Entre dos aguas' de Isaki Lacuesta

Entre estas exaltaciones de orgullo que vivimos de forma tan natural, porque nos hemos acostumbrado a que cada comunidad autónoma tenga su oficina de prensa y su campaña de turismo, me resulta sorprendente que Andalucía no presuma del arreón que ha pegado en los últimos años el cine rodado en sus tierras. Despojado de los barnices eternos del folclorismo bobo, no ha tenido miedo a mostrar sus partes menos lindas. El nuevo cine franquista se practica en las zonas donde se cae muy repetidas veces en la típica mirada poética sobre lo propio para dejar claro que todo lo malo es lo que llegó de fuera. En ocasiones se bordea el ridículo cuando se retrata lo local como brote de pureza y lo ajeno como el peligroso contaminante. Así fue el grotesco cine imperial español durante la dictadura, que hoy da para la chanza de los curiosos. En cambio, nos enorgullecen las películas ácidas, despojadas, en la mayoría de las ocasiones raquíticas de medios y glamur, pero rebosantes de nervio y buena escritura. Doble ridículo será repetir el error autárquico en tiempos autonómicos.

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Un ejemplo de esta categoría digna de reseñarse y celebrarse es la película Entre dos aguas. Han querido los astros que se estrenara en el mismo fin de semana en que se resolvía en las urnas la pugna política de la comunidad andaluza. Más que resolver nada, las urnas bajan los humos, que no es poco. Lo peor de la película quizá es un título que no podremos nunca dejar de asociar a Paco de Lucía. Pero todo lo demás es fantástico, incluido que el director sea de Girona. A partir de personajes sacados de la realidad para nutrir la ficción, Isaki Lacuesta compone una estampa de la Andalucía sumergida, en la que sus protagonistas chapotean entre las dos máximas de las instituciones del Estado: el castigo y la caridad. Apunta al drama social que permanece larvado en nuestro territorio mientras la política se escribe con trazo grosero, pero no opta por la pereza mental del dogmatismo, no es mitin ni homilía, sino que se enfrenta a la incómoda verdad de que toda destrucción es también autodestrucción. Es una película que trata de los asuntos relevantes, pero lo hace en letras minúsculas, incluso remontándose a una película anterior para dejar claro que nada sucede por accidente, todo es consecuencia de una cadena. El dominó de la vida no se juega a gritos ni a portazos, sino en sordina, en clave menor, una risa aquí, una lágrima allá.

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Este cine hecho en Andalucía acumula títulos estupendos en la última década sin ponerse trascendente, quizá porque transcurre a la intemperie. Las mejores secuencias de la película de Isaki Lacuesta suceden en agua turbia, en infraviviendas, pero sin perseguir la fotogenia de los pobres ni el tremendismo guay. Hasta la escena de sexo contiene más verdad que muchas alambicadas ficciones aeróbicas, y lo mejor de la escritura es la apariencia de no estar escrita. Muchos próceres locales se quejan cuando el cine o la novela retratan detalles penosos de su provincia, pero ignoran que de lo que hay que quejarse es de la falta de talento de las exaltaciones turísticas, del cine nulo que ni retrata ni cuenta nada, a lo más que llega es a hacer cálculos de taquilla. El estreno de Entre dos aguas es tan menor que quizá no destaque en los números, pero como pasó con la película The Rider en el mediocre curso norteamericano, y Bienvenida a Montparnasse, en el lado francés, ofrecen razones para el optimismo: hay un cine vivo y coleando.

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