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IDEAS / ENSAYOS DE PERSUASIÓN
Columna
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De muro a muro

Democracia y liberalismo son hoy un matrimonio de conveniencia. No hay amor entre ellos

Joaquín Estefanía
Manifestación en septiembre de 2018 contra Viktor Orban en Budapest.
Manifestación en septiembre de 2018 contra Viktor Orban en Budapest. Laszlo Balogh (Getty)

En España, a los largos años de terrible franquismo sus protagonistas les denominaron “democracia orgánica”. A los países del telón de acero, en tiempo del socialismo real, sus dirigentes les llamaron “democracias populares”. Dos ejemplos del mal asunto que supone que al concepto “democracia” se le añadan apellidos. Ahora se han puesto en circulación, entre otros, los de “democracias iliberales” y “democracias diabéticas”, que camuflan nuevas formas de autoritarismo y tiranía.

Las “democracias iliberales” y “democracias diabéticas” camuflan nuevas formas de autoritarismo y tiranía

Antes, los extremos ideológicos llegaban al poder a través de revoluciones violentas o de golpes de Estado militares. Hoy, líderes o formaciones políticas de extrema derecha copan diversos Gobiernos ganando las elecciones o poniéndose en primera fila de la oposición. No hace falta poner ejemplos; todos los tenemos en la cabeza. Se trata de democracias de baja intensidad, de baja calidad, que tampoco son exactamente dictaduras: mantienen algunas libertades políticas, civiles o sociales, eliminando otras. El primer ministro húngaro, Viktor Orbán, uno de sus representantes más eximios, ha dicho: “La era de la democracia liberal ha terminado. Necesitamos afirmar que una democracia no es necesariamente liberal. Aun sin ser liberal, puede ser una democracia”. Extraño artefacto.

Las “democracias diabéticas” (Latinobarómetro) son aquellas que van perdiendo calidad poco a poco, silenciosamente, sin escandalizar a la ciudadanía, hasta que un día han perdido sus características fundamentales y son irreconocibles. Hay un alejamiento continuo de los ciudadanos de las ideologías.

Ambas tipologías de democracias con apellido están sustentadas en dos circunstancias que se repiten constantemente. En primer lugar, una creciente disociación entre el sistema económico (el capitalismo) y el mundo político (la democracia). Para muchos ciudadanos el mundo de la economía (no representativo) es más fuerte que el de la política (representativo), y ello genera un enorme desequilibrio en las maneras de convivir y de cohesionarse. Segundo, los demócratas instrumentales, aquellos que prefieren las sociedades abiertas a las cerradas, las democracias a las dictaduras, pero que están dispuestos a sacrificar parte de sus libertades en beneficio de un mayor confort. La democracia deja de ser un objetivo finalista.

Los 15 minutos de gloria, hasta ahora, de estas democracias tan heterodoxas surgen en el entorno de la crisis económica que ha acechado al mundo en la última década. En primer lugar, por la activación de lo que el sociólogo Robert Merton denominó “el efecto Mateo” en el año 1968: al que tiene más, más se le dará, y al que menos se le quitará para dárselo al más poderoso. Esto es, una intensa redistribución de la renta, la riqueza y el poder en sentido inverso.

Es por ello que muchos de los afectados por la Gran Recesión la califican como una gigantesca estafa. Lo que quiebra los contenidos del contrato social que implícitamente se codificó después de las dos guerras mundiales: se aceptaba que una minoría se quedase con la parte más grande de la tarta a cambio de que la mayoría prosperase de modo continuo, con un puesto de trabajo más o menos seguro y suficientemente remunerado, y la protección social (educación, sanidad, pensiones, seguro de desempleo, dependencia, socialización de la negociación…) en caso de entrar en alguna situación de debilidad coyuntural. La Gran Recesión y la gestión —­político-económica— que se puso en práctica para salir de ella mantuvieron vigente la primera parte del contrato (la minoría que se beneficia), pero no la segunda (la mayoría que mejora). El progreso se ha detenido para ellos. De todas las desigualdades, la más lacerante es la de oportunidades: cuando el bienestar de una persona depende más de la renta y la riqueza de sus antecesores que de su propio esfuerzo.

Las crisis son consustanciales a las democracias, están en su naturaleza. Pero ésta no es una crisis ordinaria, una crisis más. Se conoce que han existido formas de neoliberalismo sin democracia, pero no al revés, como ahora sugieren Orbán y sus epígonos. El politólogo mexicano Jesús Silva Herzog ha establecido un símil afortunado: democracia y liberalismo es hoy un matrimonio de conveniencia, pero no hay amor entre ellos.

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