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Columna
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La Iberoamérica desconcertada

El foro bianual continuará siendo desaprovechado, funcionando a medio gas, mientras los acuerdos no se cumplan y la integración dependa de las afinidades políticas

Juan Jesús Aznárez
Participantes posan para las fotos oficiales de la sesión plenaria de jefes de estado en la XXVI Cumbre Iberoamericana, hoy, en Antigua, Guatemala.
Participantes posan para las fotos oficiales de la sesión plenaria de jefes de estado en la XXVI Cumbre Iberoamericana, hoy, en Antigua, Guatemala. Rodrigo Sura (EFE)

Después de tantos años de elocuencia y buenas intenciones, cabría esperar una cuenta de resultados más provechosa, pero la cumbre iberoamericana de Antigua se perdió de nuevo en el regate corto y la filiación ideológica. Los intereses nacionales volvieron a imponerse a los comunitarios, consolidando una polarización crónica y corrosiva. Las cumbres demandan un electroshock institucional. El foro bianual seguirá desaprovechado si no se cumplen los acuerdos y la integración depende de afinidades políticas.

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Más allá del preceptivo compromiso de los jefes de Estado y de Gobierno con el multilateralismo y una Iberoamérica próspera, inclusiva y sostenible, la reunión de Guatemala fue rutinaria, sin estrategias salvíficas, y desbordada mediáticamente por la caravana migratoria hacia EE UU.

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Los objetivos de la cumbre fundacional, celebrada en Guadalajara en 1991, parecen inalcanzables. Sus promotores hilvanaron la deseable relación de la comunidad iberoamericana de naciones, y consagraron el foro como un espacio común de principios, concertación política y cooperación, que debería ser dotado de contenido.

Objetivo alcanzado en la vigesimosexta, pero a la inversa: la concertación giró hacia el desconcierto, y la integración, hacia la pasividad o el bloqueo. América Latina se mueve lastrada por los vaivenes, los ciclos de gobierno contradictorios y modelos de desarrollo anclados en la provisionalidad. Las cumbres son útiles porque el diálogo siempre lo es, pero los resultados son tan imperceptibles como frustrantes. Las cambiantes siglas del asociacionismo latinoamericano constatan su errático rumbo.

La región ha multiplicado el ingreso per cápita, hay menos pobres y más clase media, pero el bienestar llega a cuentagotas, sin explotar el impulso de las iniciativas acertadamente concebidas en las cumbres.

La intervención de España y Portugal es capítulo aparte en un subcontinente cuyas sociedades son tan rápidas en la identificación y reclamación de derechos como proclives al incumplimiento de las obligaciones. Probablemente sea una traslación de las carencias de su clase política, capaz de bordar constituciones y leyes, pero incapaz de desarrollarlas en asuntos medulares y con sentido de Estado, frecuentemente invocado a beneficio de inventario.

Pocas regiones comparten tantos problemas y soluciones. La idiosincrasia, historia, geografía, vicios y virtudes en común debieran carburar la unión soñada por Bolívar y Martí, pero no lo consiguen; la alianza difícilmente cuajará con servidumbres ideológicas y prevenciones. La integración económica no prosperará mientras no depuren las reglas de juego, las desconfianzas, las rigideces y la relación con EE UU.

La cumbre iberoamericana nació dos años después de la caída del muro de Berlín, con casi toda América Latina en democracia, y dispuesta a coaligarse para afrontar la globalización. Desde entonces, el mundo ha evolucionado radicalmente. El foro también debe hacerlo, adaptándose a las exigencias de una ciudadanía vigilante y con derecho a la impaciencia.

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