Por su grandísima culpa
Olvida el obispo, o quiere olvidar, que el silencio no era cómplice sino impuesto
Como imagino que les ocurría a todos los niños que asistían a la misa dominical, me sobrecogían esas palabras en las que había que confesar que se había pecado de pensamiento, palabra, obra u omisión. Por mi culpa, se decía, por mi grandísima culpa. No había grandes culpas en mi haber, salvo las travesuras propias de la infancia, pero la oración conseguía provocarme un estado de ánimo en el que lo importante no eran los hechos, sino la asunción de un pecado impreciso. Éramos culpables. De nacimiento. Con los años, liberada (en parte) de ese sentimiento martirizante, trato con celo de distinguir entre la culpa a la que debo hacer frente, porque me corresponde, y la que me viene dada por la educación católica.
A vueltas con la culpa anduvo esta semana el secretario general de la Conferencia Episcopal Española, Gil Tamayo, que dijo asumir la responsabilidad de los casos de pederastia en el seno de la institución para, a continuación, enmarcar los abusos en lo que llamó “una cultura común compartida de silencio”. De tal forma, que la culpa de los curas abusadores se diluía homeopáticamente hasta el punto de formar parte de la moral asumida en otros tiempos. Olvida el obispo quién ejercía un poder extraordinario sobre las vidas de los españoles en esos otros tiempos a los que se refiere. Olvida, o quiere olvidar, la relación simbiótica que mantuvieron la dictadura franquista y la Iglesia, hasta el punto de que los ciudadanos no distinguieran entre los dos artífices de la opresión. Olvida, o quiere olvidar, que el silencio no era cómplice, sino impuesto, que los curas eran el pilar de la educación y a su vez los que manejaban el comportamiento íntimo y el social. Es probable que lo que menos les interese ahora sea el recordatorio de la dictadura, y atribuyen la atención mediática a los casos de pederastia a una campaña organizada para desacreditar a la institución. Pero deberían dejar de obviar algo que estuvo a la vista de un pueblo: su feliz convivencia e identificación con el régimen de Franco. En ese abuso de poder sostenido en el tiempo están incluidos también los casos de agresión sexual, porque España, por ley y por las narices de Franco, era católica.
Tenemos que juzgar el silencio de la sociedad española en relación a esa circunstancia política, por más que a la Iglesia le resulte un hueso duro de roer: el miedo a hablar se hereda; el temor a las represalias de una institución tan poderosa, también, y el pavor del abusado a que su palabra se desprecie precisamente allí donde anda buscando cobijo; porque los abusos ocurren dentro, contra los que acuden de buena fe al seno de la Iglesia. Hay que tratar de explicar cuál es esa realidad anómala por la cual la Iglesia española no acepta asumir sus responsabilidades y, como dijo Hans Zollner, miembro de la comisión para la prevención de abusos, hace menos de lo que debería. ¿Por qué están tardando tanto en revelarse estos casos en España? Es algo que a muchos nos extraña, sobre todo a los que fueron a colegios religiosos. Ahí está Irlanda, que comenzó a estudiar este asunto hace 20 años, o EE UU, Canadá y Australia, hace 35. Temen las víctimas palabras como las de Gil Tamayo, que a estas alturas aún considera que están siendo instrumentalizadas como pasto para el consumo mediático.
Hay quien niega que este sea, también, un problema político, pero lo es. Y viene de lejos, de cuando unos mandaban y otros bajaban la cabeza.
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