Podrida
La sustitución de la gasolina, que huele y se ve, por la electricidad, etérea e inodora, coincide con el acabamiento de un tipo de hombría rudimentario
El motor de explosión de cuatro tiempos, ahora condenado a muerte, estaba hecho a la imagen y semejanza de las dos aurículas y los dos ventrículos de nuestros corazones. Mi profesor de Ciencias Naturales nos explicaba el cuerpo humano comparándolo con un automóvil. Y la analogía funcionaba porque quemamos, en efecto, sólidos y líquidos cuya combustión produce desechos que expulsamos por el tubo de escape. Como los perros para Descartes, los humanos éramos máquinas para mi maestro. A su viejo seiscientos, en cambio, lo trataba como a un niño porque lo identificaba con su pene. Cuando el automóvil, como el Soberano, era cosa de hombres, constituía, más que un medio de transporte, una metáfora de los genitales masculinos. De ahí el afán de los adolescentes de entonces por obtener deprisa, deprisa, el carné de conducir.
La sustitución de la gasolina, que huele y se ve, por la electricidad, etérea e inodora, coincide, pues, con el acabamiento de un tipo de hombría rudimentario, una hombría de cuatro tiempos, podríamos decir, con unos problemas de carburación tales que venía haciendo el ambiente moral irrespirable. No sabemos si la gasolina y el diésel durarán los 20 o 30 años que les concede la ley, pero serían impensables 20 o 30 años más de terrorismo doméstico, de brecha salarial, de diferencias laborales, de crímenes de género como los que relata la prensa cada martes y cada miércoles.
La fecha de caducidad de los motores de combustión viene a significar el fin de la mecánica, que tanta fascinación produjo a los enciclopedistas del XVIII, y el advenimiento del magnetismo, que ya estaba, aunque no era hegemónico. El rugido de los viejos motores comienza a evocar una virilidad podrida.
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