Incorrecta
Escribo cáncer y despido. No escribo larga y penosa enfermedad ni regulación de plantilla
Escribo cáncer y despido. No escribo larga y penosa enfermedad ni regulación de plantilla. No soy manual de estilo ni practico cortesías versallescas. Con las palabras me corto las yemas de los dedos. El verbo estigmatiza; otras veces encubre. Cada término se levanta sobre una cadena de ADN y esa huella —la del poder, la del represivo y disfuncional “sentido común”— no se borra con aguarrás. Tal vez no se deba. Para saber de dónde venimos y que los peores momentos de la Historia no se repitan. En el diccionario las etimologías podrían enriquecerse con la genealogía y evolución de cada término: libertad, belleza, educación. El uso y la Historia, lo lingüístico y lo ideológico, solapados gracias a los enlaces virtuales. No siempre me sobran las conexiones mágicas de este sobrevenido mundo futuro, aunque viendo Yo, Daniel Blake ratifico la idea de que a veces la tecnología abre, como vena rota, la brecha de desigualdad. Un hombre intenta completar en Internet un formulario pensado para retardar los procesos o excluir. Al obrero. Manual. Mayor de 50 años. Al enfermo que busca trabajo activamente, pero no puede trabajar. A ese hombre no se le respeta más por llamarlo desempleado. Llamarlo desempleado es una hipocresía. Como llamar desarreglo alimentario a la anorexia o alimentación inadecuada al hambre de los niños que no ingieren las proteínas suficientes. El lenguaje estigmatiza y hay que estar al lado de quien no se deja decir subnormal, maricón, sifilítica, sudaca, sin que el uso de otras palabras políticamente correctas diluya la evidencia de las desigualdades. Por otro lado, si el lenguaje se impregna de connotaciones malsanas, y a veces decimos cosas que no queremos, del mismo modo, podríamos jugar con la morfología, confundir género sexual y gramatical, e incluso sabiendo que la -a no es necesariamente marca del femenino, escribir novelisto o adefesia. Con intención de que las caperucitas y los caperucitos abran mucho los ojos. Este juego es verdadero.
Me dedico al oficio de escribir y mis palabras no son políticamente correctas, sino incorrectamente políticas. Desconfío de rectitudes dimanantes del poder; confío en que la literatura cuestione lo inapelable. Lo que asienta privilegios y prejuicios que nos hacen infelices. Para ello, a veces se da un golpe en la mesa, el violador protagoniza un texto y con ese protagonismo no se hace apología de la violación. O sí, y hay que interpretarlo, aprenderlo a ver desde las palabras y por debajo de ellas. La literatura no es edificante, sino el lugar donde la lengua se hace bífida, sensorial. El lenguaje corta, alivia, se ajusta a reglas de hierro que de repente se infringen para romper algo que se coloca más allá de las palabras. Las palabras, como la navaja de Buñuel, no son literales. La aparición de una rosa en un relato puede ser más agresiva que gritar caca, culo, pedo, pis. Puede que una escritora utilice un narrador abyecto para denunciar las abyecciones. Puede que un escritor relate historias de personas buenas y haya matado a su hermano. El arte no delinque. Hay textos literarios machistas, feministas, cristianos, marxistas o de inspiración neocon. También lecturas. Es necesario que aprendamos a leer lo que cada libro lleva dentro. Su dulce o ponzoñoso corazón. Por eso, me siento incómoda con estas líneas del último y estupendo trabajo de Margo Glantz: “¿(Es importante) que en diciembre de 2017 en el condado de Rathfordshire, Inglaterra, se ordenara retirar de todas las tiendas y bibliotecas las novelas de Agatha Christie porque sus heroínas anhelaban casarse?” (sic). Así no vamos a ninguna parte.
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