Una Europa más democrática
Las dos principales familias políticas eligen a sus candidatos a la Comisión
La Unión Europea no puede ser ni será nunca la simple ampliación del marco del Estado nación. Construida sobre uno de los experimentos más apasionantes de nuestra historia se enfrenta de nuevo a una fascinante prueba: reafirmar, en tiempos de repliegue identitario, la posibilidad democrática de una entidad política puramente supranacional.
Uno de los recientes ejemplos que muestran el camino que hay que seguir es la elección por parte de las dos principales familias políticas europeas de sus candidatos para presidir la Comisión Europea en 2019. El Partido Socialista Europeo presentará a Frans Timmermans, diplomático superpolíglota, exministro de Exteriores de Holanda, vicepresidente de la Comisión y uno de los perfiles más sofisticados, inteligentes y hábiles del mundo paneuropeo. Por su parte, el Partido Popular Europeo postula al bávaro Manfred Weber, que a pesar de proceder de la muy conservadora CSU, parece haber apostado por una era pos-Merkel moderada y centrista, en línea con los acuerdos del congreso que el PPE ha celebrado en Helsinki. En cualquier caso, tanto Timmermans como Weber forman parte del entramado comunitario.
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No obstante, Weber es un eurócrata puro que procede del parlamentarismo europeo y no ha desempeñado cargo ejecutivo alguno. Esto en sí mismo podría ser un rasgo positivo que ayudaría a nutrir su labor de unos valores que la Comisión olvida con demasiada frecuencia. Por otro lado, el hecho de ser un asiduo de los despachos de Bruselas implica un alto riesgo de desconexión respecto a los problemas reales de los Estados miembros y, sobre todo, de los sentimientos de las sociedades europeas.
Por su parte, el socialista Timmermans, aunque presenta un perfil técnico más preparado para ejercer el cargo debido a su experiencia, puede tener más dificultades a la hora de abrir un periodo político nuevo en la Unión debido precisamente a su protagonista papel en la Comisión dirigida por Jean-Claude Juncker.
Queda por ver si los miembros de Alianza de los Liberales y Demócratas por Europa (ALDE) —reunidos esta semana en Madrid— terminan de encontrar una posición estratégica propia en el pistoletazo de salida para la carrera electoral. La entente que el grupo del carismático Guy Verhofstadt mantiene con el presidente francés, Emmanuel Macron, ha frenado la posibilidad de elegir un candidato propio. Macron sabe que su potencial candidato a la comisión tiene muy pocas posibilidades de salir elegido mediante el sistema del llamado Spitzenkandidat; y que su influencia será más eficaz como miembro del Consejo en razón de su cargo de presidente de Francia. Esta decisión táctica, sin embargo, contrastaría con sus declaradas convicciones europeístas, pues la elección de candidato de los grupos políticos europeos es uno de los mecanismos de democratización puestos ahora en marcha en la Unión Europea y, por tanto, una fórmula deseable para ir construyendo progresivamente un espacio público europeo.
En un momento en el que Europa recibe acusaciones de déficit democrático y en el que la ciudadanía siente que se transfieren competencias a unos órganos sobre los que no tiene ningún control, la figura del candidato a presidir la Comisión resulta doblemente importante. Por un lado, permite ligar su investidura con el resultado de las elecciones europeas. De esta forma, la legitimidad del presidente se vincula directamente al Parlamento y a los ciudadanos y no queda en manos únicamente de los Gobiernos. Por otro lado, obliga a los candidatos a hacer campaña paneuropea, lejos del confort de la política nacional y dentro de unas elecciones que, a pesar de todo, siempre corren el riesgo de convertirse en una inocua superposición de campañas o disputas nacionales
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