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Columna
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Juan Benet

El escritor se la jugaba, es decir, se machacaba cada frase como si fuera la última

Jorge M. Reverte
Juan Benet en 1977.
Juan Benet en 1977. JOAQUIN AMESTOY

Era un tipo que, cuando quería, podía ser insufrible. Y quería serlo a menudo. Le gustaba algunas veces, eso se notaba. Y otras, un espectador neutral, o sea, alguien que él quería que estuviera neutralizado, podía pensar que lo hacía porque la situación exigía que Juan Benet interviniera con su verbo afilado y faltón. Hace ya 25 años que murió. Y un escritor le dedica un libro. Rafael García Maldonado ha publicado Benet. La ambición y el estilo (Ediciones del Viento, 2018), que plantea desde su título una cuestión crucial para Benet: la del estilo. Algo que sería osado ahora intentar contar, resumir, o definir en unas líneas.

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Yo conocí a Juan Benet porque nos presentó Javier Pradera. ¡Vaya dos! Eran amigos de la infancia, en la que compartieron algunos balonazos en La Concha, en San Sebastián. Habían compartido muchas más cosas, pero la primera fue la de ser huérfanos de padre a causa de la inquina de la Guerra Civil. De esa España que ya no existe, aunque a veces parezca que la corte de Pablo Casado la echa de menos.

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La España que vivieron Benet y Pradera parecía pequeña. Pudieron ser amigos de Dionisio Ridruejo, del pintor Juan Manuel Díaz Caneja, del matemático José Gallego-Díaz o los escritores Luis Martín Santos y Juan García Hortelano.

Eran gente con estilo. Todos ellos. Pero yo creo que solo uno parecía obsesionado por tenerlo. Y ese era Benet. Vivía la literatura con enorme pasión, como vivía intensamente el agua, las presas o los embalses. Había leído a Faulkner con tanta devoción como para inventarse su propio microcosmos al que llamó Región, por el que nos hizo viajar a sus lectores subidos a lomos de frases eternas y palabras bien fundamentadas en los clásicos.

Era gente muy especial aquella. La que coincidía en reservados de algunos restaurantes de Madrid y podía presumir, sin hacerlo en apariencia, de ser enemigos del régimen desde siempre. Y, además, de estar vivos, aunque vivieron y fueron capaces de crear dentro de ella, en una España asfixiante.

De Benet yo leí con enorme intención todo. Pero me quedé muy impresionado con una obra “menor” llamada Otoño en Madrid hacia 1950 (Alianza, 1987), donde habla de esa ciudad y esos amigos. Juan Benet se la jugaba, es decir, se machacaba cada frase como si fuera la última. Era su forma de escribir, que se nos hacía difícil a sus lectores. Todos eran gente con estilo. Y su trabajo acababa por tenerlo. Claro.

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