Lewis Hamilton, la leyenda incomprendida
Pese a su historia de superación personal y los triunfos, que le colocan en la cima de la Fórmula 1, el piloto no cuenta con el reconocimiento de los británicos
No hay nada más británico que el orgullo en la derrota. “Corazones heroicos de parejo temple, debilitados por el tiempo y el destino...”, dice el poema de Tennyson. Justo lo contrario de lo que es el último héroe de Reino Unido. A Lewis Hamilton (Stevenage, 33 años) solo le obsesiona ganar. Y este domingo, si nada se tuerce, logrará en el Autódromo Hermanos Rodríguez de Ciudad de México su quinto título de campeón mundial de Fórmula 1. Habrá superado a los tetracampeones Alain Prost y Sebastian Vettel. Igualará a uno de sus ídolos, el argentino Juan Manuel Fangio —“el padrino de todos nosotros”, le define Hamilton—. Y estará a solo dos títulos del todavía mejor de todos los tiempos, Michael Schumacher. Con mucho menos, cualquier país, mucho más cualquier ciudad, habría encumbrado a uno de sus hijos predilectos. Es difícil ver en Stevenage, cerca de Londres, algo que recuerde las proezas del piloto.
Hamilton, cuya fortuna personal ya casi roza la de David Beckham, desata pocas pasiones en su patria. A veces casi lo contrario. Su amor por todo lo que sea estadounidense, sus tatuajes, su modo de vestir tan identificado con la cultura del hip-hop (pantalones baggies, gorras y sombreros, joyería bling-bling y zapatos cuya imagen no se olvida) le han convertido en un ídolo de masas fuera de Reino Unido. Los tabloides británicos solo muestran interés en sus amoríos. Naomi Campbell, la heredera de los relojes Tag Heur, Sarah Djjeh, o su largo romance con la cantante de Pussycat Dolls, Nicole Scherzinger, pasando por Rihanna o su pareja actual, Nicky Minaj, cuya imagen explosiva casi logra enternecer la del piloto.
Sería injusto pensar que esta mezcla de curiosidad y displicencia entre sus compatriotas tenga que ver con el hecho de que Hamilton sea el único negro en un deporte que siempre ha sido territorio de blancos de clase media-alta. Nadie se atrevería a afirmar que hay algo de eso. Por eso resulta chocante que esta historia de superación personal apenas empiece a ser reconocida ahora, cuando los logros deportivos de Hamilton son indiscutibles. Hijo de un británico de raza negra, Anthony Hamilton, originario de la caribeña isla de Granada y de una madre de Reino Unido, Carmen Larbalestier, sus padres se separaron cuando tenía dos años. Fue Anthony quien descubrió la pasión de su hijo por la velocidad, cuando le regaló a los seis años un coche teledirigido. Con su apretado sueldo en los Ferrocarriles Británicos le fue comprando los primeros karts y, como pudo, hizo el papel de entrenador en sus primeras competiciones. Solo le dio un consejo, quizá el más valioso. “Fíjate donde pisan el freno los más rápidos. Tú písalo un metro después”.
Hamilton logró su primer título mundial con el equipo de McLaren, en 2007. Apadrinado por el legendario Ron Dennis, el jefe de la escudería, quien tuvo el acierto de descubrirlo cuando nadie veía aún su brillo, el joven deportista subió al cielo para bajar de inmediato a los infiernos. Su falta de madurez, su exagerado exhibicionismo y sus infantiles arranques de ira pesaron más en la balanza que su talento natural para la velocidad. Cuatro años pasaron en los que vio cómo su compañero Jenson Button se convertía en el niño mimado de la misma escudería que había apostado por él en un principio y cómo Sebastian Vettel se apropiaba de la Fórmula 1, con varios títulos consecutivos.
Fue el salto a Mercedes, gracias a las maniobras mefistotélicas del dueño y señor del deporte, Bernie Ecclestone, el que rescataría a Hamilton del pozo. Eso, y la dolorosa separación profesional de su padre, en 2010, quien fue capaz de entender que su sombra era ya un lastre para el hijo.
Resulta curioso que este piloto, que roza la perfección, fuera aborrecido por los aficionados españoles cuando le hacía la vida imposible al entonces bicampeón mundial Fernando Alonso y hoy sea reconocido sin problemas por esos mismos aficionados como uno de los más grandes. Nadie es profeta en su tierra. Hoy ambos se adoran mutuamente, y el asturiano no tiene empacho en reconocer que Hamilton figura ya entre las leyendas de la F1 de todos los tiempos, junto a mitos como Ayrton Senna, el brasileño que para muchos fue el más rápido de la historia. Es también el héroe de Hamilton, que en su honor diseña sus cascos con los colores verde y amarillo. Por eso resulta tristemente paradójico que el hombre con cutis de niño, hoy amable y educado con todo el mundo; el deportista excepcional que se declara vegetariano y amante de los animales, y muestra su cariño y atención públicamente hacia su hermano, con parálisis cerebral, sea torpemente cuestionado por un modo de vestir que quizá no encaje con el Royal Automobile Club y no reciba la misma admiración que otro británico del equipo McLaren, James Hunt, que fumaba, bebía, experimentaba con las drogas, echaba mano a toda azafata de Brittish Airways que se acercara a atenderle y llevaba bordada en su mono la leyenda: “Sexo, el desayuno de los campeones”.
Son otros tiempos, y Hamilton ha demostrado estar a la altura de ellos. Quizá si vuelve a arroparse con la Union Jack, la bandera de Reino Unido, para celebrar un nuevo triunfo, sus compatriotas caigan ya definitivamente en la cuenta de que lo que tienen delante es una leyenda inglesa que representa lo mejor de este país en el siglo XXI.
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