Bajarse del pedestal
Parece que los españoles ya no leen a Machado. O, si le leen, no le hacen caso
En esa moda de las estatuas a ras de suelo que últimamente se ha extendido por nuestras ciudades y que normalmente representan a personajes locales o anónimos (el vendedor de periódicos, la de sardinas, el limpiabotas, el ciego de los cupones) uno encuentra a veces excepciones a la mediocridad realista de la mayoría, bien por su factura técnica, bien por su imaginación. De entre todas, quizá dos de las mejores son las que la ciudad de Cádiz ha erigido a dos de sus grandes poetas, Fernando Quiñones y Carlos Edmundo de Ory, la del primero frente a la playa de La Caleta en la que se bañaba siempre, y la de Ory —a muy poca distancia de la otra— en la Alameda Apodaca, delante de la casa en que nació; las dos, bañadas por ese Atlántico que tanto marcó la sensibilidad y la poesía de los dos autores. Como dijo su paisano Alberti, no es que Quiñones y Ory añoraran el mar, es que el mar formaba parte de ellos. Las dos estatuas son sugerentes, pero la de Carlos Edmundo de Ory, el creador del postismo y exiliado permanente de sí mismo como todo poeta verdadero, tiene una particularidad que a quien la contempla por primera vez le sorprende mucho al tiempo que le obliga a replantearse sus convicciones artísticas y hasta vitales: la estatua del poeta ha abandonado su pedestal y se aleja por el jardín caminando como un paseante más. Sobre aquel, las marcas nítidas de sus zapatos son la prueba de que estuvo sobre él y lo dejó voluntariamente.
La idea de la escultura es de su autor, Luis Quintero (autor también de la de Quiñones), pero la idea la tomó de un poema del propio Ory, ese en el que pedía a sus colegas de oficio bajarse de los pedestales. Extravagante y a contracorriente, raro en el mejor sentido del término, Carlos Edmundo de Ory huyó siempre de esa condición de oráculos que muchos poetas se arrogan y su amigo Quintero tomó en consideración su deseo cuando le encargaron inmortalizarlo en bronce. Los seguidores del poeta se lo agradecerán sin duda, pero también se lo agradecemos muchos a los que cada vez más nos inquietan los pedestales y quienes desde ellos nos dan lecciones continuamente. Y no hablo solo de los de la poesía.
Fue otro poeta, también andaluz y también inmortalizado en bronce (en Baeza, su estatua sentada en un banco frente al Casino acompaña las conversaciones de los vecinos, y en Soria, escucha el rumor del tiempo; la de Sevilla, su ciudad natal, fue objeto recientemente de vandalismo), el que afirmó que a medida que cumplía años tenía más dudas y menos certezas, pero parece que al autor de Campos de Castilla ya no le leen los españoles. O, si le leen, no le hacen caso. Basta mirar la vida nacional, a esos políticos retirados que se sitúan en el olimpo de los mismos dioses y desde él dan lecciones a los políticos en activo, pero también a los periodistas que dictaminan de todo desde su autoridad y a ciertos poetas y escritores que, ungidos por sí mismos de inmortalidad en vida, se consideran en posesión del fuego sagrado del pensamiento y de la palabra, para darse cuenta de que Machado, como Carlos Edmundo de Ory o Quiñones, son fantasmas melancólicos que deambulan en silencio por los parques y jardines de un país en el que tanta gente habla desde las alturas, subida en el pedestal de su prepotencia o de su inconsciencia, sin escuchar a sus semejantes y, lo que es peor, sin bajar al suelo en ningún momento a comprobar si alguien les escucha a ellos.
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