Un dilema genético y médico
El éxito de una manipulación genética para erradicar al mosquito de la malaria plantea cuestiones difíciles que hay que abordar cuanto antes
Desde la metamorfosis de Kafka hasta las hormigas carnívoras de los tebeos, pasando por La mosca (1958) de Kurt Neumann y su deprimente secuela (1986) de David Cronenberg, que más que miedo daba asco, los narradores de la novela y el cine llevan más de un siglo obsesionados con los insectos, que no solo son rematadamente feos sino que suelen ir en manadas, enjambres o plagas para martirizar a la especie humana. Incurrimos ahí en una forma de racismo a gran escala, porque los insectos no son homínidos ni primates ni tetrápodos, ni siquiera deuteróstomos, sino solo unos vulgares artrópodos y hexápodos. Su mala fama, sin embargo, se debe en gran medida a una razón científica bien sólida: que pican, y transmiten enfermedades tan graves como la malaria, que infecta cada año a 200 millones de personas y mata, redondeando un poco, a 400.000 niños menores de cinco años.
Entre las varias y loables iniciativas contra la malaria, que incluyen vacunas, redes mosquiteras y fármacos paliativos, todo ello esencial, hemos conocido esta semana un proyecto prometedor de alta biotecnología, como puedes leer en Materia. Consiste en soltar al campo –de momento solo en condiciones de confinamiento— unos pocos mosquitos modificados genéticamente con un derroche de habilidad y talento. Esa mutación artificial, introducida en un gen de la determinación del sexo, convierte a las hembras en una cosa que no es una hembra propiamente dicha. Por ejemplo, no es capaz de desarrollar óvulos, y por lo tanto es estéril. Y, lo que es casi mejor, no pica a las personas. En esta especie de mosquitos (Anopheles gambiae, el principal vector de la malaria humana), la única que pica es la hembra. Y, como esto ya no es una hembra, no pica. Por los datos que acabamos de conocer, la estrategia ha sido un éxito completo, que ha extinguido la población de Anopheles en solo siete generaciones, o poco más.
Algún lector estará pensando: ¿Pero por qué no soltamos esos mosquitos manipulados por toda el África subsahariana? Es un sentimiento comprensible, pero nuestra obligación es modular las emociones con el pensamiento racional. La técnica que han empleado los científicos del Imperial College de Londres se llama gene drive (impulso genético), y lleva unos años flotando precariamente en el ojo del huracán de los comités científicos de bioseguridad, que en la práctica, seamos francos, solo existen en Estados Unidos.
Imagina un caso de reproducción normal: papá te pasa un gen, mamá te pasa otro y la probabilidad de que nazcas con uno u otro es de un aburrido 50%. Pero hay genes que se las apañan para cargar sus dados y aumentar la probabilidad de estar representados en la siguiente generación. Los hay en la naturaleza, y los ingenieros genéticos han logrado domesticarlos para que trabajen a su favor. El gen que destruye a los mosquitos transmisores de la malaria pertenece a esta élite genética. Es casi como un virus para los organismos sexuales como el lector. Eso no quiere decir que sea malo.
Tenemos un dilema genético y médico: un problema ético, en el fondo. No hemos hecho esto nunca, y por tanto no sabemos si soltar por el campo un mosquito modificado puede tener efectos colaterales indeseables. Pero, frente a una infección que mata a medio millón de personas un año tras otro, ¿qué decidiría el lector si fuera un responsable de salud pública? Puede ser un dilema, y lo será pronto.
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