Soledades
No hay momento más aterrador en una ciudad desconocida: el rastro de la amabilidad ajena todavía flotando entre las paredes solitarias
Cali, Colombia. Hace calor, y nunca estuve aquí antes. Salgo a caminar por el barrio de Granada. Hay cuestas, veredas ariscas con pozos y escalones, tiendas, restaurantes, casas que venden unas orquídeas que son como sexos de otro mundo. Doblando una cuesta veo una antigua camioneta Volkswagen decorada con cuernos de macho cabrío y alfombras peludas que irradia un aire de elegancia inexplicable y parece la carroza de un príncipe del heavy metal. Pertenece a una tienda que vende parafernalia brava bajo la forma de pulseras, anillos, colgantes, cascos. Entro. En las estanterías veo objetos como flechas recién arrancadas de un pecho sangrante; pulseras con cuentas como embriones brotados de úteros transparentes. El hombre que atiende me dice: “De aquí para allá es de hombre; de aquí para allá, de mujer”. Pero a mí todo me parece intercambiable y sexual de una manera delicada. Por las vitrinas se extiende una filigrana palpitante de plata, piedra, madera, objetos tan gráciles que, de un momento a otro, podrían ponerse a cantar. Quiero quedarme, pero me voy. En la calle hay chicharras, pájaros. Las copas de los árboles se mueven lentas como la cola de un pez bajo el agua. Camino de regreso al hotel. Subo al segundo piso, que aquí llaman cuarto. La tarjeta hace un chasquido grasoso cuando la introduzco en el dispositivo de la puerta de la habitación 414. Abro. Son apenas las cinco de la tarde y todavía hay sol, pero la camarera ha corrido las cortinas y el cuarto está oscuro. Hay una lámpara encendida y, sobre la cama, un chocolate con una tarjeta: “Queremos consentirla”. No hay momento más aterrador en una ciudad desconocida: el rastro de la amabilidad ajena todavía flotando entre las paredes solitarias, yo sintiendo que el cuarto se llena de mi sangre y que algo se ríe de mí como si quisiera comerme.
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